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Saturno

Comedor de niños. Comedor de uno mismo. Saturno es ese gran ogro que todos llevamos dentro y devora nuestra infancia y hasta lo más profundo de nuestro ser. Saturno es una bestia parda que te invade y te reconcome las entrañas, que te machaca a base de placer, sexo y delirio. Saturno es algo que todos, absolutamente todos, deseamos y al mismo tiempo tememos.

Saturno me miró un día a los ojos. No sé cuándo fue ni tampoco quiero recordarlo. Me retó. Me dijo: ¿a que no eres capaz, después de todo lo que fuiste, de ser como yo? Y yo, corderito manso en sus garras, traté de epatarle con todas mis fuerzas. Busqué la manera de ser feliz deseando ser lo que no era. Hablando con propiedad de cosas con las que antes no podía ni especular.

Y lo logré. Y gocé. Al principio.

Me veía capaz de dominar mis instintos. Era señor de mis silencios y, sobre todo, controlador de mis palabras y mis tiempos. Sabía perfectamente lo que quería y cuándo lo quería. Y , lo más importante, con quién lo quería.

Pero Saturno demanda más. Quiere guerra, quiere sangre. Es insaciable. Cualquier tributo a su figura es poco porque, a cambio y teóricamente, la gloria alcanzada es infinita. Eterna.
Así, llegó un momento en el que yo ya no era yo. En el que mis manos eran sus garras y mi corazón, peludo y marchito, no era ya capaz de amar. Apenas capaz de latir únicamente cada vez que copulaba. Solo en los momentos en los que la pasión cegaba todo lo demás.

Por eso, desvencijado y roto, desengrasado, ahora el ritmo de mi corazón no se mueve a su libre albedrío sino acompasado por los acordes de una marcha de las Walkirias que, supongo, no conducirá a otra cosa que a la autodestrucción final.

Sirva esto de aviso para quienes, como yo, habéis sucumbido a las garras de Saturno. Ya he pagado el tributo. Ya he quedado condenado, supongo que de por vida, a vagar bajo los signos del gigante barbudo y furioso. Tened sumo cuidado con lo que deseáis y no tiréis nunca una moneda a una fuente. Es mi consejo como Saturno.

Paco Jémez, una apología del valor

(ARTÍCULO PUBLICADO EN LA COLUMNA DE OPINIÓN DE CCFP DEL 22 DE ENERO) 

El destino, como un demonio tentador, le va facilitando atajos a nuestro entrenador, Paco Jémez, para que deje a un lado su valentía. No se puede arriesgar en lo llano. Nadie demuestra coraje ante rivales débiles ni cuando las cosas van rodadas. Paco asumió este verano un reto muy complicado y lejos de hacer del concurso de acreedores un sayo y protegerse en él para caer en la mediocridad apostó por conservar su estilo y confi ar en que, por puro placer, los resultados fueran cayendo de su lado.

La fortuna ayuda a los valientes y, por eso, los triunfos -sufridos los más, cómodos los menos- se han ido sucediendo acompañados -los más también- de un fútbol impropio de esta categoría. Impropio, también, de la mayoría de sus compañeros de viaje en la zona noble.

La semana pasada a Paco Jémez el lado oscuro le volvió a tentar. Dos veces. Primero en Barcelona. Su equipo era desarbolado por un Espanyol superior que, además, aprovechaba los errores ajenos. Iba 3-0. El más optimista firmaba una goleada menor que la recibida por la Real Sociedad en Mallorca.

Paco no.

Paco llegó al vestuario al descanso y dijo -literal- “la voy a liar”. Y la lió. Dejó tres defensas nada más; colocó a Borja de carrilero y a Fede Vico ayudando a López Silva por la izquierda y fue el Córdoba y no el Espanyol quien acumuló méritos más que sobrados para pasar de ronda. Como quiera que aún no se ha inventado otra fórmula en este deporte más allá de los goles para contabilizar méritos, fueron los catalanes quienes están ahora en cuartos. Marcaron en el 88. La dureza del golpe no eclipsó el buen trabajo y fueron muchos los que esperaron al equipo en la estación del AVE.

El sábado en Murcia no tenía Paco laterales derechos natos. Podría haber reculado. Dosifi cado. Esperado. No. Ni se lo planteó. Repitió lo de Cornellá y nuevamente

Satán -o alguien peor, porque yo creo que hasta Satán disfruta con el juego del Córdoba- le trastocó los planes. Ni con uno menos desde el minuto 6 cambió el sistema. Tres atrás. Cambios de hombre por hombre y a seguir buscando la victoria. Otra vez el tino (la falta de él) abortó un resultado glorioso.

Podremos estar en play-off o no (ojalá sí).Podremos subir o no (ojalá también). Creo, sinceramente, que ambas cosas serían merecidas. Pero, desde luego, para mí Paco Jémez ya se ha ganado a pulso el título de entrenador más valiente de la historia de esta entidad. Algo que no es moco de pavo. Un motivo más para acudir al campo con una sonrisa. Un motivo para, al menos, acudir al campo.

Mis clásicos

Eran otros tiempos. En mis clásicos las plantillas tal vez fueran peores. Tal vez menos ricas y tal vez menos mediáticas. Muchas veces ni Real Madrid ni Barcelona eran los mejores equipos de España. A veces ni siquiera competían por ser los primeros, pero daba igual. Apetecía mucho ver esos encuentros, que no necesitaban 365 días al año de publicidad para ser grandes. En gran medida porque no suponían el único entretenimiento para el campeonato. El único partido que podía decidir la competición.

En mis tiempos, antes y después de un clásico los españoles se mofaban del rival y se picaban entre sí, pero no solían insultarse. Tampoco tenían detrás decenas de tertulianos que se dedicaban a machacar durante varias horas al día al contrincante y mezclar churras (deporte) con merinas (política).

En los clásicos con los que yo crecí había alternativas. Dos equipos se disponían para -rivalizando en méritos- ganar al eterno enemigo usando todas las armas posibles. Vencer era el principal objetivo, por supuesto, pero el estilo (golear, humillar, descomponer al enemigo) era igualmente importante. Por eso unas veces machacaba uno al otro y otras el otro al uno. Y nunca existían complejos ni temores previos.

Claro, en mis clásicos había patadas. Y pisotones. Y Buyos y Stoichtkovs. Pero hasta ese elemento imprescindible tenía un sabor lejano al matonismo de Pepe o al teatro de Busquets. Aquellos golpes lejanos, cuando se producían, generaban también litros de tinta y reacciones de toda índole, pero nunca en España se le deseaba la muerte al otro ni se aplaudían o comprendían puñetazos o fingimientos.

En mis clásicos, en suma, a veces me aburría y otras me entretenía, pero siempre acababa satisfecho por haber vivido una fiesta del fútbol español antes, durante y después de los noventa minutos. Desde hace un tiempo y por todo siempre acabo de ver los Madrid-Barça y Barça-Madrid con una gran sensación de añoranza de tiempos mejores. Será que me estoy haciendo viejo.

El capitán

El hombre de los últimos días está siendo Francesco Schettino, el capitán del Costa Concordia, barco que naufragó en el Tirreno causando la muerte de -al menos- once personas y que, de paso, hundió las acciones de las compañías de cruceros de medio mundo.

Al parecer, Schettino decidió acercar su embarcación a la pequeña isla de Giglio como forma de homenajear a un miembro de su tripulación. Creo que he escuchado que a un cocinero. Ya hizo lo mismo en agosto para honrar al antiguo capitán. Una vez producido el siniestro, huyó oculto entre los pasajeros en un bote salvavidas sin preocuparse de nada más que de su trasero.

No conozco al señor Schettino, pero lo puedo imaginar bien después de ver su foto y escuchar su patética conversación con un oficial de la capitanía del puerto que organizaba las gestiones de rescate de supervivientes. Le veo tocado con toda la pompa propia de los carabinieri. Con un aporcinamiento facial incipiente, pero adornado con un tostado rayos uva impropio de las fechas y una sonrisa y unos caracolillos en la nuca que, a buen seguro, humedecieron a más de una pasajera cincuentona divorciada.

No seré hipócrita ni le juzgaré por su condición de mujeriego (de hecho, lo único por lo que alabé a Berlusconi fue precisamente por eso). Tampoco quiero estigmatizar a todos los italianos que se visten de uniforme, por mucho que en tiempos recientes hayan corrido en tantísimos sitios hasta conseguir que en la guerra civil les compusieran un cántico nada elogioso (recuerden Guadalajara por aquí y, si no, Grecia, Egipto...)

Lo verdaderamente censurable de este sujeto es su incapacidad de asumir su culpa. Su incapacidad -más allá de no haber abandonado el último el barco como manda la deontología de su profesión- para reconocer el error, mirar por encima de sus caracolillos humedecidos por el sudor y el salitre y afrontar las consecuencias tratando de resolver el entuerto mortal en el que había colocado a tantos miles de incautos que no conocían sus tejemanejes.

Dicen que podría estaba drogado. Cuentan que podría estar alcoholizado. A mí, más allá de todo eso y después de escucharle mentir varias veces me gustaría conocer cuál será su actitud cuando entre en la cárcel. Puede que le caigan quince años. Entonces, en la oscuridad de su celda, seguro que le volverá a la cabeza la respuesta que le escupió el oficial del puerto a la pregunta de “¿Cuántos cadáveres hay?”: “¡No lo sé! ¡No lo sé! ¡Uno seguro! ¡Santo Cristo, debería decírmelo usted!”.  

Londres (VI): Partido del Arsenal

Dormí durante estos pasados días en Londres en el suelo -a lo asiático- del piso que un amigo malagueño comparte con su novia japonesa. Para mi fortuna, el bloque de viviendas (más parecido a un colegio mayor que a un residencial) se encontraba justo enfrente del Emirates Stadium, casa del Arsenal. A 35 segundos, cronometrados por mi amigo. Para tentarme aún más, el malagueño tiene un carnet de simpatizante, que por un módico pago anual concede prioridad a la hora de obtener una entrada para cualquier encuentro (lo que no es poca cosa para los llenazos que se suelen vivir en la Premier).

“El Arsenal es el equipo de Londres”. Lo entrecomillo porque fue lo que me dijo Israel -así se llama mi amigo- y para que no se me enfade ningún fiel de los Spurs. Los gunners (así se les conoce a sus seguidores) odian al Tottenham con todas sus fuerzas, sobre todo porque les tienen al lado. Les tildan de rácanos (por aquello de su origen judío) y siempre que pueden recuerdan las ligas del 71 y de 2004 que ganaron en territorio enemigo, el vecino White Hart Line. Es el duelo del Norte de Londres, en cualquier caso. Considero -es una opinión personal- al Chelsea como un perpetuo tercero. A pesar de sus millones.

Ya había estado antes en el Emirates, pero no en día de partido. De aquella primera visita recuerdo que el guía -cuando conoció mi condición de andaluz- me confesó que José Antonio Reyes nunca había sido capaz de aprender una palabra de inglés, algo que le costó muy caro a la hora de acoplarse a pesar de que técnicamente había sido de los mejores que él -el cicerone podría superar ampliamente los sesenta- había visto jugar de rojo.

El día del partido comienza bien pronto. Era 31 de diciembre y desde las doce del mediodía -el choque era a las tres- miles de aficionados abarrotaban los aledaños del recinto. Hay muchos pubs que prácticamente viven de eso y que han de colgar por motivos de seguridad que únicamente permiten el acceso a seguidores locales.

Por fuera, el Emirates es una inmensa mole armoniosa de cemento y cristal. A pesar de ser una megaestructura no parece grosera ni ofende la dignidad del fútbol inglés. Además, sus accesos permiten entrar y salir con una facilidad pasmosa.

Por dentro, sorprende por lo acogedor. Antes de que empiece a rodar la pelota, los seguidores se agolpaban esperando la finalización del compromiso del United. Como los mancunianos pierden, ocupan su asiento alborozados. Tampoco les caen bien los red devils.

Me extrañó también que a apenas un cuarto de hora del inicio hubiese muchos asientos vacíos. Pensaba que los fieles cantarían a pulmón partido desde la previa, pero la calma chicha precedió los instantes previos.

Comienza el partido

A las tres menos cinco, en cascada, los aficionados fueron invadiendo el cemento y el estadio tenía el aspecto que yo esperaba. Para colmo, antes de sacar los contrincantes (el rival era el histórico Queen´s Park Rangers, también londinense y de aquí en adelante QPR, como se le conoce allí) fue homenajeado quien fuera gran central del Arsenal de los 90, Tony Adams, que además tiene una estatua fuera del estadio. Fue un día igualmente emotivo porque en el palco se encontraba otro jugador con estatua fuera pero que todavía juega y que, de hecho, ha vuelto ahora al Arsenal. Henry es algo más que un futbolista para ese campo y sus sinceras lágrimas -como las incipientes de Adams- así lo reflejan.

Es sencillo simpatizar con un equipo inglés cuando uno asiste a uno de sus encuentros en directo. Primero porque lejos de la imagen del típico hooligan que se tiene por aquí, el personal es bastante más educado y correcto que en España. Un ejemplo: me ubiqué en lo que sería una esquina del fondo sur del campo (35 libras pagué por ello, la entrada más barata) y, despistado, me equivoqué de localidad. Su dueño, un señor con apariencia despiadada y pinta de llevar tatuada un ancla en su brazo, se dirigió a mí con unas exquisitas maneras para mostrarme su abono e indicarme -tras ver mi pase- dónde debía sentarme.

Traté de captar mientras la pelota rodaba el mayor número de detalles posibles. Momentos únicos. Grabé una pancarta en la grada “Recuerda quién eres, qué eres y a qué representas”. Era una frase de David Rocastle (ex gunner). Tengo fresca también la chocante esfera del reloj (¿acaso traído del viejo Highbury?), que contrastaba con tanta modernidad. Tampoco se me escapó la mascota del club, una especie de lagarto que bien podría formar pareja con la de mi equipo favorito, Koki, el caimán de la Fuensanta.

Después de haber superado mi inicial aturdimiento por el espectacular ambiente (ya entonces sí que lo era), me centré en el juego. El Arsenal era mejor, pero el QPR contragolpeaba con peligro. Le faltaba mayor velocidad en el manejo de la pelota a los locales y, sobre todo, un delantero nato para empujarla a la red. El público abucheaba incesantemente al rival Joey Barton, luego supe que por tener una polémica vida privada (The Sun rules).

Walcott levantó a la grada después de fallar una oportunidad clamorosa y Arshavin -eso lo entendí perfectamente- demostró por qué es mucho menos querido que Arteta. Malísima la actitud del ruso.

Por fin, en el minuto 60 Van Persie aprovechó un pase al hueco para establecer el 1-0 que luego sería definitivo. En esos momentos las miles -unas 60.000- de gargantas del Emirates se pusieron de acuerdo para reventar primero y luego dedicarle su cántico al holandés (“He scores when he waaants/ he scores when he waants/Robin van Persie/ he scores when he waaants”).

De ahí hasta el final un poco de sufrimiento, un penalti no pitado (creo) a favor del QPR y unas cuantas fotos más a cualquier detalle que pudiera merecer la pena.

Cuando los focos todavía estaban encendidos ya estaba preparando el salmón escocés que sería nuestra cena de Nochevieja. Antes, me había encargado de felicitar el año nuevo a mis compañeros y amigos con un video grabado en el interior del campo de fútbol. En él expresaba mi deseo de que algún día, pronto, el Córdoba tenga que jugar allí. Y que yo lo viva. De sueños también se vive.

Londres (V): Bullicio

Contábamos en el anterior capítulo que en verano la gente satura los parques como forma de presentar -como contradicción- el bullicio que se genera en las calles de Londres en invierno y que imbuye a quien osa adentrarse en sus arterias más comerciales en una vértigo consumista.

En la capital del Reino Unido es imposible no gastar dinero. No gastar mucho dinero. Por algo se inventó aquí el capitalismo (y el marxismo: Marx escribió el Manifiesto Comunista en Dean Street, por el Soho). En Londres casi todo lo nuevo es caro, aunque hay muchas formas de encontrar gangas apostando por lo ya usado (hasta cierto punto).

El gran Enric González en su “Historias de Londres” compara el barrio de Notting Hill con el mito borgiano de El Aleph (espejo y centro de todas las cosas). Sí y no. Es un lugar ideal para casi todo menos para comer sentado. Hay tiendas preciosas en las que parece que no entra el olor a comida salpimentada desde el exterior, pero se ha convertido en también en un escenario extraordinariamente saturado de turistas. Uno en el que resulta complicado avanzar  y en el que en las tiendas vintage muchas veces se confunde el tocino con la velocidad. Merece, eso sí, mucho la pena pasear por Portobello Road y sus tiendecitas de antigüedades.

Me gusta mucho más -es una opinión personal- ser atropellado en Candem Town o pasear cómodamente por Carnaby Street. Candem resulta aparentemente mucho más alternativo y se asemeja -por increíble que parezca- al Gran Bazar de Estambul. La variedad es una constante en cada uno de sus recovecos, flanqueados en un enorme sector que fue en su momento unos establos por descomunales estatuas de caballos desbocados o de herreros tratando de calmarlos. En Candem se encuentra la tienda más luminosa y ruidosa de toda la ciudad. Se llama Cyberdog y a no ser que se sea Chimo Bayo nadie debería ponerse algo de lo que allí venden, pero es imprescindible adentrarse en aquella nave espacial saturada de fluorescentes y de música electrónica a cien mil decibelios. Una experiencia.

Carnaby es otra cosa totalmente diferente. Sita a las espaldas de la mastodóntica e hipercomercial Oxford Street, es un remanso de paz y de estilo. Lejos de las luces de neón y precedida de un simple arco dando la bienvenida, parece un pueblo aparte dentro de Londres. Un templo de lo mod. Aquel lugar al que, de forma por supuesto críptica, le dedicó un libro Leopoldo María Panero, proclamando: “Deseo de ser piel roja (Sitting Bull ha muerto, lo gritan sin esperar respuesta)”. Pues por aquella Carnaby ya menos descarnada siguen paseando a su modo los Beatles y los Rollings, aunque lo que ahora menudea, cosa de modas, es el look a lo Peter Sellers, con sombrero calado, gafas de pasta, bigote y gabardina gris.

Los londinenses circulan por la derecha, pero sus coches lo hacen por la izquierda. Lo hacen bien, puesto que así es como preparaban sus manos derechas para el combate cuando montaban los señores a caballo. Únicamente el carácter zurdo (en todos los sentidos) de Napoleón hizo que en Europa se maneje de la otra manera. Los raros somos nosotros. Pues bien, tal vez por ese sentido tan pragmático del orden no choquen los londinenses entre sí. Se agolpan en tumultuosos lugares como Picadilly -una plaza que, por cierto, no es sino una consecución de errores sobrevalorada- o Trafalgar y se mezclan entre mil bolsas y cientos de paraguas (casi siempre llueve) con turistas. Los más, ruidosos y los menos, impertinentes.

Los parroquianos aguantan con su media sonrisa y la mente puesta en la lager o en la pilsner. En el prosecco o en el tinto. Tal vez por eso, para huir en gran medida del estrés de ciertas calles, es por lo que tienen tanto éxito sus pubs.  

Londres (IV): Sus parques

Había estado antes en Londres varios veranos, cuando la gente se dispersa con más o menos orden y concierto por los incontables parques de la ciudad. En invierno, sin embargo, los árboles de Regent´s Park, Hyde Park, Saint James´s Park o Kensington se quedan sin hojas que protejan a los paseantes que tampoco pasean. Es decir, se transforman en un universo algo melancólico. En el reino de las ardillas y los palmípedos.

En Saint James´s hay más roedores y son más simpáticos. Sin vergüenza ni pudor departen con los turistas y posan agitando su cola. Lozanos. Sin embargo, para la más anciana del lugar no merecen demasiada atención. Ella, en sus ochenta largos, de pelo ralo y vistiendo bata, abrigo de tweed y zapatillas de deporte, prefiere compartir sus minutos y sus migajas de pan con la dispersa fauna aviar que chapotea y sobrevuela el lago. Con la pausa que le da la experiencia y lo poco que tendrá que hacer en el resto del día va sacando los mendrugos de su bolsa del Tesco y los distribuye equitativamente entre gansos, ocas, cisnes, patos y palomas. A todos menos a los pelícanos, a los que está prohibido alimentar por una ley del 77.

Saint James´s está conectado con Green Park (que iba a ser un camposanto de la leprosería adyacente en el siglo XIX) lo mismo que Hyde Park lo está con Kensington Gardens. Hyde Park es el más grande de todos los parques reales de Londres. Tiene el honor de ser el primer lugar público de la ciudad en el que se colocó una estatua de un hombre desnudo, una de Aquiles dedicada a las victorias del gran Duque de Wellington. Para desgracia de las más resueltas y ventura de las más recatadas, un grupo feminista obligó a tapar las partes del héroe heleno con una hoja de parra, que fue tratada de eliminar en 1870 y 1961. Sin éxito. También en Hyde Park Corner se estableció en 1776 la primera casa de apuestas de caballos del mundo.

Más primeros. En un bucólico rincón de Kensington Gardens está el primer cementerio de mascotas de la historia. Lo creó en 1880 la Duquesa de Cambridge para su querido perro y tuvo que ser cerrado en 1915 porque ya no cabían más animales. Hay 300. Tampoco pueden entrar mascotas en el minimalista memorial de la Princesa Diana. Un pequeño jardincito regado por un canal artificial. En Kensington se encuentra también la estatua de Peter Pan, un personaje de ficción que da nombre a un trastorno psicológico con el que muchos nos identificamos plenamente.

Por cierto, de todas las vistas de Londres la mejor se obtiene desde el norte de Regent´s Park, en Primrose Hill. Acaso el más desconocido de los espacios verdes de Londres.

Londres (III): Museos baratos y museos caros

Los museos son para los londinenses casi más lugares de esparcimiento y reunión que centros para despertar las musas (que de “Musa” viene “Museo”). Asumiendo esto se comprende que una de las cafeterías con las vistas más espectaculares de la ciudad se encuentre en el National Portrait Gallery de la Orange street. Una pinacoteca, por lo demás, prescindible y en la que movidos por un cierto fervor patrio que recuerda a Los Inválidos de París o al Walhalla alemán los británicos han querido conservar a las figuras más legendarias de su historia. Vale todo. Desde Shakespeare hasta Margaret Thatcher pasando por Bobby Charlton.

A su lado se halla la mucho más prestigiosa e imprescindible National Gallery. Su relativamente fácil visita -dentro de lo intrínsecamente complejos que son todos los museos-, la calidad de las obras expuestas y su gratuidad le convierten en un reclamo turístico de primer orden. Si a eso unimos que se encuentra en Trafalgar Square el producto es la masificación que a veces rompe su encanto. Sobresalen “El Retrato de la Familia Arnolfini”, de van Eyck, “La Venus del Espejo”, de Velázquez y -sobre todo- la calavera deformada de “Los Embajadores” de Holbein (acaso un incipiente surrealismo forjado en el sic transit gloria mundae).

Por cierto, para ver la fastuosa exposición de Leonardo -coincidió con mi visita- es necesario ser el propio Leonardo o, tal vez, la Mona Lisa. Ni haciendo cola desde las siete de la mañana (el museo abre a las diez) le garantizan a uno el acceso.

Atavismos variados en el Britsh

Si la National Gallery se convierte en un hormiguero durante las horas punta, el British Museum es un enjambre. Los visitantes, más callados ante un cuadro que frente a una estatua o un papiro, cuchichean, fotografían, chismorrean sobre los fiambres embutidos en la sala de las momias y pasean chocándose unos contra otros.

No es un museo cómodo el British por mucho que su patio principal sea una auténtica maravilla por su luz y por el espacio. Todavía sigue ahí aunque es complicado verla entre cabezas y cámaras la piedra Rosetta. También los descomunales leones alados asirios y los mármoles de Lord Elgin. Son los mármoles que este diplomático afanó a comienzos del siglo XIX a los griegos del Partenón con mucha delicadeza pidiéndole permiso a sus enemigos mortales los turcos, que les tenían conquistados. Cuando uno entra en la sala correspondiente a estos frisos y metopas le entregan un papelito para justificar el expolio. Flema. Mucha flema.

La pieza que más me gustó del British fue el Rollo de Ciro, donde se cuentan las hazañas de un grandísimo estadista que se pierde en la oscuridad de la historia antigua en un trozo de piedra con forma de mazorca de maíz. Tan pequeño, tan grande.

Para llegar al mayor museo de Londres hay que salir de la estación de Russell Square, tarea que no es baladí. Un cartel recuerda que son 175 los peldaños de una angosta escalera a superar. Eso o un ascensor que se toma su tiempo. Subí como en un via crucis y acabé extenuando y contando 177 escalones, pero pude equivocarme.

Bloomsbury y Frtizrovia, por cierto, son dos barrios intelectuales y pijos donde aparte del British se hallan el museo de Pollock y la Wellcome (no confundir con la Wallace) Collection. Pues bien, si los actuales chicos y chicas posh supieran las que montaban Virginia Woolf, Dylan Thomas y George Orwell por esas mismas casas y calles (orgías bisexuales, tajadas tremebundas, cultos místicos orientales...) lo mismo pedían un taxi con urgencia al East End.

Sorprendente y diferente es el museo de historia de la ciudad. Situado en un alto de la City cerca de un callejón llamado “Little Britain”, supone un recorrido muy didáctico de todo lo que fue Londres hasta llegar al presente. Es tal vez el más ameno y adecuado para ir con niños o con adultos con síndrome de Peter Pan como es mi caso. Como lo permiten, me disfracé de bufón real y me sentí muy en mi salsa.

Dos museos imprescindibles más. El Imperial War Museum -metro Elephant and Castle- es probablemente el mejor en su categoría del mundo. A cualquier apasionado de la historia moderna le resultará imposible completarlo. Spitfires y stukas colgados del techo; trozos del fuselaje del avión de Rudolph Hess; la motocicleta de Sir Lawrence de Arabia y ahora una nueva sección sobre el Holocausto que sobrecoge. Por tercera vez lo vi y por tercera vez lo dejé a medias por falta de tiempo.

La Tate Modern ocupa una gran nave industrial y simboliza la transformación de todo el barrio de Southwark. Donde antaño menudeaban las viviendas baratas y sucias y llenas del hollín de las fábricas anejas ahora abundan los carteles de hogares lujosos por edificar. Por mucho que dentro se hospeden Picassos, Magrittes y Bacons, lo mejor de la Tate es el propio edificio. Especialmente llamativo es el balcón de la planta segunda, con unas vistas impagables al puente del Millenium y a San Pablo. Tampoco cuesta entrar a este museo, pero recomiendo centrarse en las primeras plantas al estar las más altas ocupadas por esos supuestos artistas conceptuales capaces de sacarle miles de dólares a un gotelé mal hecho.

He terminado de escribir de los grandes museos (todos gratis) y no he mencionado al Madame Tussaud´s. Ese pseudo engendro cutre-kitsch-hortera que provoca entre miedo y risa supone un timo en toda regla. Cuesta 25 libras y no se diferencia demasiado del igualmente sórdido Museo de Cera de Madrid. Si quieren tirar su dinero vayan allí, si quieren tirarlo aún más acudan al “Believe it or not” de Picadilly. Allí encontrarán hasta un coche hecho con cristales de Swarowsky. Casi nada. En Londres pagar por entrar a un museo es una temeridad manifiesta.

Londres (II): Hija de Wren y Victoria

La Londres que más refulge, la más retratada, la más fotogénica y la más estereotipada la esculpieron dos personas completamente antitéticas.

Una fue Cristopher Wren, el sobrio hijo de un diácono al que Cromwell persiguió por sus tendencias rancias. Una vez restaurada la monarquía, Wren hincó tanto los codos que hasta Isaac Newton -que debía ser un soberbio de cuidado- elogió sus progresos en su ciencia. Era el arquitecto de moda en el siglo XVII y le vino fenomenal que el 2 de septiembre de 1666 un panadero llamado Thomas Farriner se dejara un horno encendido una noche y quemara más de 13.000 casas y 87 iglesias. Su talento y el enchufe manifiesto de Carlos II hicieron el resto.

Aparte de la maravillosa cúpula de San Pablo (la más grande del mundo tras la del Vaticano) edificó otras 51 iglesias, el monumento al Gran Incendio (lo cual no quiere decir que no lo sintiera, imaginamos) y los hospitales de Chelsea y Greenwich. Se hizo masón, como todo buen arquitecto, y acabó sepultado en su obra maestra. Wren enterró el Londres sucio, estrecho e incómodo para proporcionar un barroco libre del artificio de la contrarreforma. Un estilo inconfundible y caro de ver, toda vez que entrar en San Pablo cuesta en estos momentos 17 libras.

Si Wren sacó a la capital británica de la oscuridad medieval, la Emperatriz Victoria la convirtió en la mejor ciudad del mundo y la terminó de dotar de su carácter cosmopolita. Victoria, al contrario que Wren, apenas conoció a su padre el Duque de Kent (murió de neumonía cuando apenas tenía 8 meses) y menos a su abuelo Jorge III (que falleció seis días más tarde ciego y loco). Sólo un cúmulo de desgracias familiares la auparon al trono. De hecho, únicamente hablaba alemán -su lengua materna- hasta las cuatro años.

Victoria se sentó en el trono en 1837 y mantuvo sus posaderas sobre él nada más y nada menos que hasta 1901. A base de procrear con su querido príncipe Alberto regeneró las monarquías europeas (Prusia, Rusia y España entre ellas). Mejor dicho, las contaminó a todas de hemofilia.

Dicen que era muy tacaña. Tanto que prescindió en su palacio de Buckingham del papel higiénico en beneficio de los periódicos. Los republicanos radicales irlandeses la acusaban de que apenas donó cinco libras para paliar la gran hambruna de 1845.

En cualquier caso, para Londres que es lo que nos ocupa, fue una reina fabulosa. Impulsó la primera feria Mundial de 1851, que dio pie al Palacio de Cristal de Hyde Park y al Museo Victoria y Alberto, así como al desarrollo de toda la zona de Kensington. Dicho evento consolidó uno de las características más arraigadas de la cocina inglesa: la cocina india (y no es una boutade).

El neogótico que impulsó la Emperatriz cambió la faz al Palacio de Westminster (quemado en otro incendio en 1834, paralelismo con Wren); regaló souvenirs a medio mundo con la Clock Tower (conocida como en una sinécdoque por el Big-Ben, que es únicamente su reloj); obligó a Oliver Twist a pensar aquello de que allí ni el señor Bumble le podría encontrar y estimuló la imaginación de Conan-Doyle para crear a un detective de mentira pero que tiene hogar y museo en Baker Street y a alguien de carne y hueco, pero que se ha hecho de mentira, a matar a cinco mujeres por las sórdidas calles de Whitechapel. Ni Jack el Destripador tiene su pleno sentido sin Victoria al mando.

Londres se internacionalizó hasta ser lo que es. Una confluencia de culturas tan heterodoxa que permite convivir hasta necesitarse a calles tan aparentemente diferentes como Carnaby y las adyacentes a Chinatown. Un collage precioso que engancha y que será desgranado en siguientes entregas.

Londres (I): Más romana que sajona

Londres se siente mucho más orgullosa de su pasado romano de lo que podría pensarse. Por el British los niños, curiosos, le preguntan a sus padres cómo se ajustarían los legionarios sus cascos y, en el museo de historia de la ciudad la zona dedicada a Londinium es tal vez la tratada con más mimo. Incluso dentro de sus galerías hay un trozo de la vieja muralla de aquella época.

Es probable que los colonizadores romanos, más allá de las calzadas y del muro de Adriano, aportaran a los londinenses esa espontaneidad mediterránea que contrasta mucho con su flema tan característica y que se manifiesta en detalles como la insoportable lentitud de todo almuerzo que no sea a base de sandwiches (una auténtica constante) o en la celebración del fin de año, mucho más efusiva que en otras latitudes más cálidas.

De la Londres romana quedan pocos restos. La vieja puerta de acceso por el este es ahora Aldgate, nombre de una estación de metro. El primer puente de la ciudad -que hizo Claudio en el 52- acabó siendo troceado y vendido al millonario de Arizona Robert McCulloch por dos millones y medio de dólares. Puro pragmatismo.

A partir de la urbe romana nació la metrópoli actual. De hecho, lo que se conoce ahora como “La City” comprende -más o menos- la vetusta Londinium. Los anglosajones la arrasaron como solían hacer con todo varias veces -la más célebre chanfaina la montó Boudica, una reina icena a la que la encumbran como heroína de manera incomprensible- y regalaron a la pequeña Colchester -en el sur- una efímera capitalidad.

Pero el Támesis estaba destinado a regar las cuencas de la primera capital del mundo civilizado. Mutó de nombre a Lundewic y de ahí el actual Aldwych, una de las zonas más lujosas del mundo.

La Londres medieval giraba en torno a tres centros de poder. Uno la oscura Torre Blanca, donde lo pasaban francamente mal todos los opositores del régimen o aquellos que le cayeran mal al soberano de turno. Desde su creación (1078) ha servido hasta de zoo. Eso sí, hasta 1939 los Beefeaters que vigilan el recinto no podían afeitarse las barbas.

Otro lugar clave en aquella ciudad era la Abadía de Westminster (empezada en 620) y por la que desde que Guillermo el Conquistador en 1066 se coronara tienen que pasar todos los que quieran ser reyes. En esta abadía está el jardín más antiguo de Inglaterra, regado con mimo por unos apocados benedictinos desde el siglo X.

El tercer punto era Tyburn. Allí se hacinaba la chusma durante un rato sangriento y lúdico para escupir y aplaudir las ejecuciones por ahorcamiento o decapitación. El patíbulo no cerró hasta la tercera década del siglo XIX. A los grandes traidores primero se les estrangulaba, luego se les emasculaba, evisceraba, decapitaba, descuartizaba (la ley del hanged, drawned and quartered) y exhibían en lugares públicos. La cabeza de William Wallace, el libertador escocés, se expuso empapada en brea en el puente de Londres. El mayor traidor que haya residido en la capital británica, no obstante, no fue tratado con tanta severidad. Carlos I, el único monarca que menospreció a la Cámara de los Comunes, fue simplemente decapitado y su enemigo mortal, el puritano Oliver Cromwell que proclamó una brevísima república de Commonwealth, ordenó que lo cosieran la cabeza a su cuerpo después para que su familia le rindiera honores.

Once años después, Inglaterra volvía a ser una monarquía y Carlos II -hijo del decapitado y remendado- ordenó que colgaran y mancillaran el cadáver de Cromwell.

Así llegamos a 1666, cuando un incendio cambió para siempre la historia de esta mítica ciudad...

Navidad

La Navidad es un anciano con cara de niño y un niño con cara de anciano. Es una gran bolsa de plástico iluminada. Es un sinvivir. Un frenesí y una pulsión calórica. Gente que se mueve. Gente que descorre las cortinas del ayer y que se desnuda sentimentalmente sin ningún pudor. Que muestra sus carencias afectivas de la forma más entrañable o más miserable (según el estado de su alma).

La Navidad es una castaña asada y cruda por dentro. Una epifanía de buenos sentimientos tan efímeros como la propia vida y un recordatorio intensivo de lo que nunca debimos dejar de ser. O de lo que nunca debimos ser, tal vez.

La Navidad pueden ser dos ojos del color del mar. Dos bolas blancas en mitad del océano. Dos cataplasmas extras de moral.

La Navidad es de color marrón caca-turrón. Sabe a resbalón y a disparate. Sabe a despilfarro y a champán recalentado. Sabe a puro consumido y a medio consumir. A nihilismo existencial y a reloj blando a punto de caramelo.

La Navidad es la ausencia de libertad de decisión. Esclaviza y ata con eslabones de hierro al corazón y atenaza cuando intentas decir adiós. Ni siquiera te permite un “hasta luego”.

La Navidad no existe, son los padres.

Que lo paséis todos muy bien. De la mejor forma que queráis.

Bebe y los perriflautas

 

Es peyorativo, pero sumamente descriptivo. Los perriflautas (o perroflautas) son individuos asociales que transitan por las calles tocando instrumentos musicales, oliendo mal y gobernando una buena jauría de animales (canes o, como la esquizofrénica de los Simpsons, gatos).

Son una malformación contemporánea de los Beatniks, los hippies y los punks. Pero mucho menos filosóficos que los primeros, un poco menos drogadictos que los segundos y -afortunadamente- menos violentos que los terceros. En cualquier caso, un subproducto algo cutre y basado fundamentalmente en la vida contemplativa. Son como monjes del anticapital que se nutren de las subvenciones estatatales.

Bebe es una cantante que ahora intenta ser una perriflauta. Viste andrajos carísimos y adopta ante la vida una postura supuestamente rebelde mientras se declara feminista de las de amputar penes. Desde su primer trabajo (el único que puede subsumirse en el concepto de “trabajo”) en 2004 ha hecho otro disco más y tratado de medrar con cameos discretos en el fabuloso mundo de apesebrados que son los Goya (una fabulosa cantera de aspirantes a Perriflautas).

El otro día (aquí lo podéis ver: http://www.periodistadigital.com/ocio-y-cultura/musica/2011/12/07/bebe-que-os-follen-a-todos-puta-periodistas.shtml ) presentó su tercer disco en la Sala Sol de Madrid. Durante el acto cantó algún que otro ¿tema? (os invito a que escuchéis si tenéis huevos un rato el que canta durante la noticia que he enlazado) y mostró una actitud irredenta como si se tratase de Ian Dury, Iggy Pop o Fabio Macnamara. Lo chistoso es que Bebe no tiene el talento de ninguno de los tres ni, por supuesto, su personalidad. Esta pseudo-pèrriflauta llamó “hijos de puta” a los periodistas presentes, se despidió del personal con un “que os follen a todos” y, mientras fumaba, se sentó en el suelo con sumo desprecio a las cámaras que trataban de enfocar su rostro.

La escena me recordó a una de “La Edad de Oro del Pop Español” en la que Paloma Chamorro entrevista al artista multidisciplinar Nazario. Éste está absolutamente “pasado”, así lo define Chamorro, pero nunca se le ocurre insultarla ni mofarse del trabajo de su interlocutora, sobre todo porque gracias a esa labor -ellos eran conscientes dentro de su inconsciencia tóxica- la Movida ochentera llegó a lo que llegó (le pese a quien le pese).

Bebe denigra la imagen de la música, de la mujer, de la postmodernidad y hasta de los Perriflautas. Si tantas ganas tenía que demostrar su imagen rompedora que hubiese salido con un brik de Don Simón y un porro. Así hubiera tenido un poco más de credibilidad y lo mismo hasta lo rula con los plumillas. Lo dudo.

El gol de López Silva, desde arriba

Desde arriba el campo se ve más pequeño. Desde donde cuento lo que pasa en El Arcángel los dorsales bailan, las caras se vuelven máscaras y las piernas alfileres veloces e incoercibles. Capturar en un segundo un regate o un gesto es mucho más difícil de lo que en frío parece. Se impone el alma a la garganta.

El Córdoba jugaba contra el Alcorcón. Ganaba 2-0. Me escuchaba a mi mismo confirmándole a mi compañero de narración Antonio García: “Esto está...esto está...hecho”. Poco después, un interior llamado Saúl cumplía su deber y acortaba la ventaja. Susto. Miedo ante la posibilidad de un giro copernicano de la situación. De que aquel poema feliz; aquella égloga de un día lluvioso se empañase al final.

Creo recordar que había demandado fe a quienes me escuchaban. Dije que este equipo era capaz de marcar el tercero en cualquier momento. Fue una reflexión -reconozco- basada simplemente en la necesidad de creer en una justicia deportiva en desuso. En el único convencimiento de que siempre gana el mejor. El que más expone, el que más ofrece. En el fondo el suspense me mataba, obstruía mi capacidad de comunicarme.

Entonces fue cuando pasó.

Un balón indeciso acabó pinchado en el centro del campo esperando dueño. El lodo lo clavó y López Silva, que pasaba por allí, se hizo con él. Con fe y la cabeza agachada lo contempló. No necesitó mirar hacia la portería porque sabía perfectamente dónde estaba. Se encontraba a medio camino entre él y su destino. Entre lo bueno y lo sublime. Entre el embarrado marrón y las nubes.

Dio dos toques e intuyó la presencia de un obstáculo. Instintivamente, prolongó el rodar del cuero. Y rodó, aunque pareciera imposible sobre el cenagal. Y burló la desesperada entrada del central que, para colmo, representaba en cierto modo el pasado más reciente de la entidad. Bajo sus piernas pasa la pelota y cupieron miles de sueños.

No había tiempo para dudar. López Silva siguió corriendo y, como glóbulos blancos ante una mortal bacteria, otros dos defensores rivales acudieron a taponarle. Impotentes, llegaron únicamente a tiempo de girar su cuello.

El interior, mirada apenas unos segundos al cielo, convirtió su pierna derecha en una exquisita cuchara. Cuerpo atrás, inclinación perfecta, molde hecho y figura lista para envolver. La pelota despegó y el portero, que nunca esperó tal crueldad, empezó a recular temiendo lo peor.

Todo duró apenas unos segundos. Por aquel entonces ya había anticipado el gol. Me levanté. Ni tuve presente el micrófono. Vi manos jubilosas que oscilaban instantáneamente conforme el balón, obediente, llegaba a la red sin ni siquiera volver a tocar verde antes (tal era su condición divina). Chillé, grité, me desgañité. En aquellos instantes la euforia nublaba la mente y únicamente el atronar de El Arcángel me devolvió a la realidad.

Conté el marcador y sentí como, por dentro, la sangre trepaba por mis arterias. Y por ella cabalgaban litros de orgullo. Por mis venas, rumbo al desagüe otros tantos de miserias pretéritas y de miedo.

Ganamos. Cómo ganamos.

El debate

Me van a disculpar que empiece mi somera reflexión sobre el debate político con un símil futbolero. Rajoy y Rubalcaba han peleado hoy sobre un terreno de juego en lamentables condiciones. Ambos eran favoritos para quedar caricaturizados en el debate. Uno -el socialista- porque sabiéndose perdedor ha estado apelando a las entrañas para seguir a flote. El otro -el futuro presidente- porque se sabe tan ganador que ni se ha dado cuenta todavía de que ha de parecer un político.

El debate ha respondido a las expectativas. Es decir, no se ha propuesto nada y ambos han achacado su necedad a la coyuntura -el terreno de juego antes mencionado- y a la falta de propuestas claras del contrario. Rubalcaba -al cual me pintó un amigo periodista político como "muy listo y malvado"- ha tratado de liar aún más a un desconcertante Rajoy y lo ha conseguido. El gallego, que sería un pésimo presentador de informativos, leía con descaro sus chuletas dando una impresión nefasta. Castelar, vamos. 

Por su parte, el todavía miembro del gobierno en funciones hacía de pitoniso al pronosticar lo que haría su enemigo cuando llegue al gobierno. !Cuando llegue al gobierno¡ Tal era (y es) su convicción y su espíritu combativo que asume la derrota como esperando, al menos, seguir en el papel de líder de la oposición.

Durante un rato aquello pareció un combate de tontos, rayano en el delirio cuando comenzaron con el “y tú más”. Así, desde mi punto de vista el debate tuvo un punto de inflexión cuando Rajoy esbozó un tímido “coño” que le hizo muy humano. Me gustó eso. Fue, tal vez, el único momento auténtico del envite. A partir de ahí, al soltarse un poco el pelo ambos, Mariano llegó a colocar a Cazalla -pueblo sevillano- en la provincia de Cádiz y Pérez Rubalcaba (al que su adversario no cesaba de llamar Rodríguez para que no se perdiera en la memoria el recuerdo de su antecesor) glosaba con entusiasmo que la universidad española está llena de mujeres (que se lo digan a los estudiantes de informática).

 

Al final, como era previsible, todos ganaron. Se dieron la mano y se marcharon hacia sus sedes para ser aclamados como presidentes. Sus medios oficiales (Público y La Razón, sobre todo) tergiversaron como suelen hacer lo sucedido con portadas magnificientes. La España que no entiende de grises -me refiero a una tercera vía, no a la policía franquista- siempre se queda contenta. El resto, los que no nos gustan ni uno ni el otro, quedamos recompensados en la memoria del debate por un recuerdo final del moderador Campo Vidal. Durante siete segundos. Será eso lo que nos merecemos.

El vídeo del niño pijo

El PSOE, con vistas al 20-N, hizo público la semana pasada un video (http://www.youtube.com/watch?v=c0UVwDxGIiY&feature=related ) en el que pintaba la escuela privada como un reducto en el que perpetuar las diferencias entre ricos y pobres. Entre señores y vasallos. 

Más allá de la demagogia que supone que los altos cargos de ese partido lleven a sus hijos a colegios de pago (es más: presumen de ello), el video refleja un recurso desesperado por detener una sangría electoral. El PSOE es consciente de que si no moviliza a sus bases el castigo que sufrirá será histórico y, por eso, ya no es capaz de demandar votos si no es apelando al intestino. Al histórico miedo a la maldad tiránica de las derechas. Al -lo que es aún más patético- “más vale malo conocido que bueno por conocer”.

Estudié en un colegio privado y, para más inri, de curas. No me considero católico y no soy -seguro- más clasista que muchos hidalgos (por lo de hijos de algo) que se han hecho millonarios dando pelotazos inmobiliarios, emitiendo gorgoritos o golpeando con más tino que la media una pelota. Díganme si esos no tienen tontería encima.

El arraigo a un estado social no va en los genes. Ni, afortunadamente, se encuentra únicamente garantizado por las oportunidades que uno tenga en la vida. El dinero ayuda a ser feliz en la medida que garantiza tiempo para buscar la auténtica vocación. Durante mi paso por centros “pijos” y echando la mirada atrás he conocido amigos que luego se han echado a perder, otros que se ganan la vida modestamente y otros que todavía proclaman a los cuatro vientos su poderío económico sin pudor. Con poca educación y todavía menos respeto.

Está claro que viviendo en un falansterio ideal todos deberíamos disponer de una calidad educativa pareja. Y que también sería óptimo que no se mirara, en una ulterior etapa de búsqueda de colocación, tanto el caché del centro en el que uno se formó como la actitud del sujeto hacia el empleo y su capacidad de trabajo.

Pero tengo claro que ayer, hoy y siempre quien quiere destacar en un rama profesional -medicina, derecho, magisterio...- no se fija en que su maestro esté más o menos cualificado (paradójicamente suelen cobrar más los funcionarios públicos que los profesores de colegios privados). Simplemente, dedica más horas que el resto a hincar los codos. Y siempre, siempre (o casi) el esfuerzo es premiado con una primera oportunidad laboral.

Aunque, claro, el problema es que con casi cinco millones de ciudadanos en la lista de espera del INEM, lo mismo tanto el niño engominado del anuncio como su futura vasalla tendrían que darse con un canto en los dientes si encontraran trabajo aunque fuera en un McDonald´s. De eso no dice nada el video.

Vuestros jugadores

(Artículo publicado en CCFP, periódico oficial del Córdoba cara al encuentro Córdoba-Deportivo de la Coruña)

Vuestros jugadores sienten dolor, pero se lo tragan. Están cansados, pero se aguantan. Les pesa hasta el alma a veces, pero se la recogen y la echan a sus espaldas para seguir corriendo. 

Vuestros jugadores van cuartos, pero no tienen vértigo. Ninguno de ellos había nacido la última vez que el Córdoba estuvo en Primera y, por eso, no sienten temor alguno por tanto sinsabor acumulado. Sólo tienen un hambre atroz de gloria. 

Vuestros jugadores están dirigidos por un general al que no le tiembla el pulso. Que quiere conquistar a través del buen gusto y que aspira siempre a algo más porque sabe que mucho nunca es suficiente cuando se puede llegar al todo. 

Vuestros jugadores os miran a los ojos esperanzados y orgullosos. Serenos y confiados. Tienen la misma confianza en vosotros que la que vosotros estáis depositando en ellos. Cuentan los días para volver a jugar en casa. Porque El Arcángel es, ahora sí, el hogar de vuestros jugadores y vosotros os habéis convertido en el depósito y a la vez en el garante de sus sueños. Que son los mismos que los vuestros. 

Vuestros jugadores tienen hoy un compromiso ineludible con la historia. Mirarán cara a cara a la bestia. Al rival más poderoso. Al enemigo infranqueable. Y cuando tengan vuestro aliento en el cogote se sentirán invulnerables. Gigantes. Invencibles. 

Vuestros jugadores cantan el himno -vuestro himno- cuando acaban sus partidos. Hoy os piden que se lo recordéis vosotros, en su cita más apasionante, prometiéndoos nada menos que dejar intacto el orgullo con el que ahora les contempláis. No les falléis y cantadles. Es lo menos que podéis dedicarle a vuestros jugadores. 

 

La camiseta del Sevilla

El Sevilla convertirá durante su visita al Camp Nou su camiseta en una pancarta. En la pechera de sus futbolistas estará estampada la frase “Orgullosos de Andalucía”. El gesto no es sino una respuesta a las palabras de varios políticos catalanes (Más y Durán i Lleida) en las que menospreciaban al andaluz medio.

Porque el andaluz medio, para algunos radicales, escribe como habla. Y habla fatal, claro. Parece mentira que hasta podamos entendernos nosotros mismos con esa masiva ingestión de “eses” y aspiración de “jotas”.

El andaluz medio, aquel del que hablaron algunos, vive de las rentas de los demás. Se tumba bajo un olivo y (nada altanero, desobediente al poema), deja que sean los industriosos catalanes quienes le pasen cada mes un sobre lleno de sobras. Cáscaras de manzana, algarrobas y achicoria, que es lo que comemos y bebemos los andaluces. Y mucha cerveza y mucho fino, para que no falte el arte.

El andaluz medio, claro, tampoco puede sentirse dolido. Debe calarse el sombrero cordobés o la boina más allá del entrecejo y taparse -como los monos de la historia- boca, oídos y hasta nariz para no escuchar lo que apesta de ciertos políticos. Y seguir, mientras, siendo estampa idílica que atraiga el turismo de toros, prostitutas, sangría y paella. Esa misma imagen que otros quieren destrozar prohibiendo los toros, las prostitutas y la sangría. Y dentro de poco empezarán a decir que la paella (o el arròs caldós) no es valenciano sino de los Països, ya verán.

Por todo esto está muy mal que un club andaluz exhiba un lema por el que proclama orgulloso su origen. Porque está muy mal, claro, que un equipo luzca su bandera regional exclusivamente por Ex-paña y por Europa. Y queda muy feo que reivindique sus particularidades y quiera gritar a los cuatro vientos que le duele que la humillen. Sobre todo, claro, si esa región no es de las de que sangra si la pinchan.

De lo único que puede avergonzarse Andalucía es de que haya demasiados andaluces medios (mediocres) que no sean capaces de vivir sin experimentar placeres por triunfos ajenos en lo deportivo. Y, perdonadme que termine volviendo al fútbol, que todavía sigan viviendo en un sin vivir porque Cristiano Ronaldo suelta una ventosidad o porque a Messi se le ha caído un diente.

Cuando les ignoremos tanto como a ciertos políticos, iremos rompiendo tabúes e ideas preconcebidas. Mientras tanto, más camisetas como las del Sevilla.

Misantropía

Atravieso de puntillas la liviana frontera entre la simple resignación ante la maldad humana y la misantropía. Leo en un libro de Eslava Galán que el Ministro franquista de Exteriores Alberto Martín Artajo dejó escrito que los españoles son “intransigentes en sus juicios y opiniones (…), indóciles, indisciplinados (…) No sienten como propios los asuntos comunes, rehúyen participar en el gobierno de las cosas de todos visto que de ello no se les sigue provecho personal. Por eso, aquellos que quedan fuera de los cargos públicos juzgan maliciosamente a quienes los ocupan, pensando que ellos se enriquecen”.

El hombre en España, creo, no es un lobo para el hombre como sostenía Hobbes, sino un lobo para los hombres que son corderos. Es mejor odiar que amar. Está más de moda. Me gusta desear paz, pero no sé si es el camino más deseado o el más inteligente. Si es el más sensato.

Para colmo, llegan las elecciones en breve y la estupidez de la clase política empieza a chorrear por los cuatro poros de la península. Unos, los que han mandado, empiezan a arrinconar el que lo ha hecho mal apurando su gobierno para empantanar más la economía y la sociedad. Mientras tanto, los otros (los que se han debido oponer) no son capaces de plantear alternativas lúcidas para arreglar el desaguisado.

Es, en suma, una guerra por demostrar que el otro es más tonto. Y lo hacen, ambos, sin descaro.

Misantropía, señores, misantropía. Odien al prójimo con todas sus fuerzas porque, por definición, él lo haría si pudiera si es que no es su igual. Lo mismo a aquel al que hoy le dan la mano se la cortaría si pudiera. Lo mismo quien le da una palmadita en el hombro guarda bajo su manga un puñal finísimo con el que, rastrero, poder sajar su alma sin piedad cuando no se den cuenta.

Tal vez así no vivan tan felices, pero al menos sabrán donde viven.

 

11-S, ¿dónde estabas tú?

Hoy se cumple una década de un atentado que supuso un golpe de timón a la historia. Fue una fecha absolutamente señalada. La Sura 9-11 del Corán reza: “Combatid a los jefes de la infidelidad. Ellos no cumplen sus juramentos”; once es un número maldito para el judeocristianismo: la hora de las tinieblas para los que andan perdidos según la Biblia; las cifras de once de septiembre de 2001 suman once; después de ese día quedan otros 111 para acabar el año; once es el número del estado de Nueva York; once suman las cifras del año de la muerte de Mahoma... 

Es imposible olvidar lo vivido aquella jornada. Los recuerdos de aquella sobremesa se agolpan de manera personal en la mente de toda la civilización occidental. Desde un académico hasta un cani es capaz de repasar dónde se encontraba y cómo vivió ese pasaje de la historia. 

Yo estaba, qué raro, delante de mi ordenador. Mi madre me avisó con cierta urgencia: “Antonio, mira, mira...qué curioso, una avioneta se ha estrellado en Nueva York contra un rascacielos”. Pensando en la típica información de relleno de telediario post-vacacional dejé el despacho de mi padre para, con modorra, ir al salón. No me despegué de la televisión durante más de doce horas. 

Lo siguiente que recuerdo fue la voz quebrada de Matías Prats: “¡La otra torre, la otra torre! Oh, Dios Santo, otro avión”. Su diálogo con el tristemente fallecido Ricardo Ortega es, por su frescura e inmediatez, un retrato de todos nosotros. De nuestra pérdida colectiva de la inocencia. Del nuevo temor milenarista. Del rostro descubierto del nuevo enemigo de occidente. Conforme el tiempo y las detonaciones consumían las dos torres el estremecimiento las retinas se llenaban de cenizas. ¿Quién? ¿Por qué? ¿Cómo? 

El resto de aquel día fue un zapping continuo. CNN, BBC, TVE...Las cadenas se esmeraron recopilando información. Se sucedían los rumores. ¿Dónde estaba Bush? En el momento clave, el líder del mundo leía un cuento tomándolo del revés a unos escolares. Creo que era sobre un burro. Si, como la versión oficial sostiene, no estaba al tanto de lo que podía pasar, demostró que era tonto. Si, como la oficiosa apunta, conocía de antemano el drama, descubrió su faceta de hijo de la grandísima puta. La historia le ha pintado con el tiempo como ambas cosas. 

Atacaron también Washington. Nadie se creyó desde un principio que el avión UA-93 se estrellase por error en Pennsylvania. Fue derribado, con casi total seguridad, para impedir su impacto en la Casa Blanca. El Pentágono no tuvo tanta suerte y aún hoy se puede ver, a lo lejos porque no te permiten acercarte demasiado, el producto del odio sobre el terreno. 

¿Qué queda de todo aquello en nosotros? En mi caso, la sensación de vulnerabilidad. Como se demostró tres años después en Madrid, el terrorismo se globalizó desde esa tarde hasta convertirse en enemigo universal de la humanidad. La estulticia y la avaricia de nuestros gobernantes (ya he hablado de Bush, pero no menos ineptos e impotentes resultaron Blair y Aznar por poner dos ejemplos) no ayudó ni ayuda a paliar este mal que ahora, una década después, sigue siendo alfa y omega de una nueva era. 

Eso y los engorrosos trámites cada vez que se viaja en avión. El 11-S caricatura diez años después a nuestra compleja civilización cada vez que alguien tiene que quitarse el cinturón. Cada vez que es requisado un bote de espuma de afeitar.  

Sobre el veto a las radios

(Escrito contado durante la narración del Córdoba-Almería el 27 de agosto en relación con la prohibición del acceso de las radios a los estadios en la segunda jornada de Liga, disculpad las mayúsculas, pero para leerlo en antena es más sencillo). 

HOY DEBÍA SER UN DÍA ESPECIAL PARA MÍ Y LO ES. ES LA PRIMERA VEZ QUE RETRANSMITIRÉ UN PARTIDO DE FÚTBOL. ALGO MUY BONITO. UN SUEÑO PARA MUCHOS. UN PRIVILEGIO. PERO MI FELICIDAD NO ES COMPLETA. VEO LAS CABINAS Y HAY HUECOS. SÉ QUE MUCHOS DE MIS COMPAÑEROS, QUE IGUAL QUE YO LE ENCUENTRAN SENTIDO Y PLACER A ESTO DE CONTAR Y CANTAR HAZAÑAS PELOTERAS, ESTÁN CONFUNDIDOS EN LAS GRADAS, TRATANDO DE REALIZAR SU TRABAJO A TRAVÉS DE TELÉFONOS MÓVILES. Y ME DA PENA.

Y PIENSO EN CUANDO YO EMPECÉ A AFICIONARME A ESTE ESPECTÁCULO. ESCUCHANDO UNA VIEJA RADIO EN UN SEAT MIL QUINIENTOS VERDE DE MI ABUELO. OÍA LAS GESTAS DEL MADRID, DEL BARÇA, DEL ATHLETIC... PERO TAMBIÉN, Y CASI CON MÁS DEVOCIÓN, LOS RESULTADOS DEL ALZIRA, DEL MOLLERUSSA O DEL SESTAO. ASÍ DE RARO ERA Y SOY YO. LUEGO, Y HABLO DE CUANDO TENÍA ONCE O DOCE AÑOS YA, ME IMAGINABA HACIENDO LO QUE HARÉ HOY Y RECREABA PARTIDOS FICTICIOS SÓLO POR PLACER.

POR ESO, Y NO OS DOY MÁS LA BRASA, ME DUELE TODO LO QUE SE ESTÁ VIVIENDO HOY EN EL ARCÁNGEL. PORQUE EL FÚTBOL QUE,A PESAR DE QUE ESTÁ EN MANOS DE POCOS ES DE TODOS, SE VE CON EL CORAZÓN PERO SIEMPRE SE ESCUCHA POR LA RADIO. PORQUE YO ERA (Y SOY) DE LOS QUE BAJA EL VOLUMEN DE LA TELEVISIÓN MUCHAS VECES PARA EMOCIONARME CON EL TRANSISTOR.

OJALÁ ESTE PROBLEMA, TAN AJENO TANTO A NOSOTROS COMO AL CLUB PARA EL QUE TRABAJO, SE RESUELVA LO ANTES POSIBLE Y SEA COMO SEA Y PRONTO PODAMOS SER MULTITUD EN ESTE BATIBURRILLO DE VOCES Y DE ALIENTOS, DE CANTOS Y CANTES, DE EMOCIÓN, EN SUMA...

Y A TODOS VOSOTROS, ILDE, JOSÉ ANTONIO, JOSÉ CARLOS, NACHO, JOSÉ LUIS, VÍCTOR, ISABELO... A TODOS, DIGO, MUCHO ÁNIMO Y UN ABRAZO.