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Londres (V): Bullicio

Contábamos en el anterior capítulo que en verano la gente satura los parques como forma de presentar -como contradicción- el bullicio que se genera en las calles de Londres en invierno y que imbuye a quien osa adentrarse en sus arterias más comerciales en una vértigo consumista.

En la capital del Reino Unido es imposible no gastar dinero. No gastar mucho dinero. Por algo se inventó aquí el capitalismo (y el marxismo: Marx escribió el Manifiesto Comunista en Dean Street, por el Soho). En Londres casi todo lo nuevo es caro, aunque hay muchas formas de encontrar gangas apostando por lo ya usado (hasta cierto punto).

El gran Enric González en su “Historias de Londres” compara el barrio de Notting Hill con el mito borgiano de El Aleph (espejo y centro de todas las cosas). Sí y no. Es un lugar ideal para casi todo menos para comer sentado. Hay tiendas preciosas en las que parece que no entra el olor a comida salpimentada desde el exterior, pero se ha convertido en también en un escenario extraordinariamente saturado de turistas. Uno en el que resulta complicado avanzar  y en el que en las tiendas vintage muchas veces se confunde el tocino con la velocidad. Merece, eso sí, mucho la pena pasear por Portobello Road y sus tiendecitas de antigüedades.

Me gusta mucho más -es una opinión personal- ser atropellado en Candem Town o pasear cómodamente por Carnaby Street. Candem resulta aparentemente mucho más alternativo y se asemeja -por increíble que parezca- al Gran Bazar de Estambul. La variedad es una constante en cada uno de sus recovecos, flanqueados en un enorme sector que fue en su momento unos establos por descomunales estatuas de caballos desbocados o de herreros tratando de calmarlos. En Candem se encuentra la tienda más luminosa y ruidosa de toda la ciudad. Se llama Cyberdog y a no ser que se sea Chimo Bayo nadie debería ponerse algo de lo que allí venden, pero es imprescindible adentrarse en aquella nave espacial saturada de fluorescentes y de música electrónica a cien mil decibelios. Una experiencia.

Carnaby es otra cosa totalmente diferente. Sita a las espaldas de la mastodóntica e hipercomercial Oxford Street, es un remanso de paz y de estilo. Lejos de las luces de neón y precedida de un simple arco dando la bienvenida, parece un pueblo aparte dentro de Londres. Un templo de lo mod. Aquel lugar al que, de forma por supuesto críptica, le dedicó un libro Leopoldo María Panero, proclamando: “Deseo de ser piel roja (Sitting Bull ha muerto, lo gritan sin esperar respuesta)”. Pues por aquella Carnaby ya menos descarnada siguen paseando a su modo los Beatles y los Rollings, aunque lo que ahora menudea, cosa de modas, es el look a lo Peter Sellers, con sombrero calado, gafas de pasta, bigote y gabardina gris.

Los londinenses circulan por la derecha, pero sus coches lo hacen por la izquierda. Lo hacen bien, puesto que así es como preparaban sus manos derechas para el combate cuando montaban los señores a caballo. Únicamente el carácter zurdo (en todos los sentidos) de Napoleón hizo que en Europa se maneje de la otra manera. Los raros somos nosotros. Pues bien, tal vez por ese sentido tan pragmático del orden no choquen los londinenses entre sí. Se agolpan en tumultuosos lugares como Picadilly -una plaza que, por cierto, no es sino una consecución de errores sobrevalorada- o Trafalgar y se mezclan entre mil bolsas y cientos de paraguas (casi siempre llueve) con turistas. Los más, ruidosos y los menos, impertinentes.

Los parroquianos aguantan con su media sonrisa y la mente puesta en la lager o en la pilsner. En el prosecco o en el tinto. Tal vez por eso, para huir en gran medida del estrés de ciertas calles, es por lo que tienen tanto éxito sus pubs.  

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