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Londres (III): Museos baratos y museos caros

Los museos son para los londinenses casi más lugares de esparcimiento y reunión que centros para despertar las musas (que de “Musa” viene “Museo”). Asumiendo esto se comprende que una de las cafeterías con las vistas más espectaculares de la ciudad se encuentre en el National Portrait Gallery de la Orange street. Una pinacoteca, por lo demás, prescindible y en la que movidos por un cierto fervor patrio que recuerda a Los Inválidos de París o al Walhalla alemán los británicos han querido conservar a las figuras más legendarias de su historia. Vale todo. Desde Shakespeare hasta Margaret Thatcher pasando por Bobby Charlton.

A su lado se halla la mucho más prestigiosa e imprescindible National Gallery. Su relativamente fácil visita -dentro de lo intrínsecamente complejos que son todos los museos-, la calidad de las obras expuestas y su gratuidad le convierten en un reclamo turístico de primer orden. Si a eso unimos que se encuentra en Trafalgar Square el producto es la masificación que a veces rompe su encanto. Sobresalen “El Retrato de la Familia Arnolfini”, de van Eyck, “La Venus del Espejo”, de Velázquez y -sobre todo- la calavera deformada de “Los Embajadores” de Holbein (acaso un incipiente surrealismo forjado en el sic transit gloria mundae).

Por cierto, para ver la fastuosa exposición de Leonardo -coincidió con mi visita- es necesario ser el propio Leonardo o, tal vez, la Mona Lisa. Ni haciendo cola desde las siete de la mañana (el museo abre a las diez) le garantizan a uno el acceso.

Atavismos variados en el Britsh

Si la National Gallery se convierte en un hormiguero durante las horas punta, el British Museum es un enjambre. Los visitantes, más callados ante un cuadro que frente a una estatua o un papiro, cuchichean, fotografían, chismorrean sobre los fiambres embutidos en la sala de las momias y pasean chocándose unos contra otros.

No es un museo cómodo el British por mucho que su patio principal sea una auténtica maravilla por su luz y por el espacio. Todavía sigue ahí aunque es complicado verla entre cabezas y cámaras la piedra Rosetta. También los descomunales leones alados asirios y los mármoles de Lord Elgin. Son los mármoles que este diplomático afanó a comienzos del siglo XIX a los griegos del Partenón con mucha delicadeza pidiéndole permiso a sus enemigos mortales los turcos, que les tenían conquistados. Cuando uno entra en la sala correspondiente a estos frisos y metopas le entregan un papelito para justificar el expolio. Flema. Mucha flema.

La pieza que más me gustó del British fue el Rollo de Ciro, donde se cuentan las hazañas de un grandísimo estadista que se pierde en la oscuridad de la historia antigua en un trozo de piedra con forma de mazorca de maíz. Tan pequeño, tan grande.

Para llegar al mayor museo de Londres hay que salir de la estación de Russell Square, tarea que no es baladí. Un cartel recuerda que son 175 los peldaños de una angosta escalera a superar. Eso o un ascensor que se toma su tiempo. Subí como en un via crucis y acabé extenuando y contando 177 escalones, pero pude equivocarme.

Bloomsbury y Frtizrovia, por cierto, son dos barrios intelectuales y pijos donde aparte del British se hallan el museo de Pollock y la Wellcome (no confundir con la Wallace) Collection. Pues bien, si los actuales chicos y chicas posh supieran las que montaban Virginia Woolf, Dylan Thomas y George Orwell por esas mismas casas y calles (orgías bisexuales, tajadas tremebundas, cultos místicos orientales...) lo mismo pedían un taxi con urgencia al East End.

Sorprendente y diferente es el museo de historia de la ciudad. Situado en un alto de la City cerca de un callejón llamado “Little Britain”, supone un recorrido muy didáctico de todo lo que fue Londres hasta llegar al presente. Es tal vez el más ameno y adecuado para ir con niños o con adultos con síndrome de Peter Pan como es mi caso. Como lo permiten, me disfracé de bufón real y me sentí muy en mi salsa.

Dos museos imprescindibles más. El Imperial War Museum -metro Elephant and Castle- es probablemente el mejor en su categoría del mundo. A cualquier apasionado de la historia moderna le resultará imposible completarlo. Spitfires y stukas colgados del techo; trozos del fuselaje del avión de Rudolph Hess; la motocicleta de Sir Lawrence de Arabia y ahora una nueva sección sobre el Holocausto que sobrecoge. Por tercera vez lo vi y por tercera vez lo dejé a medias por falta de tiempo.

La Tate Modern ocupa una gran nave industrial y simboliza la transformación de todo el barrio de Southwark. Donde antaño menudeaban las viviendas baratas y sucias y llenas del hollín de las fábricas anejas ahora abundan los carteles de hogares lujosos por edificar. Por mucho que dentro se hospeden Picassos, Magrittes y Bacons, lo mejor de la Tate es el propio edificio. Especialmente llamativo es el balcón de la planta segunda, con unas vistas impagables al puente del Millenium y a San Pablo. Tampoco cuesta entrar a este museo, pero recomiendo centrarse en las primeras plantas al estar las más altas ocupadas por esos supuestos artistas conceptuales capaces de sacarle miles de dólares a un gotelé mal hecho.

He terminado de escribir de los grandes museos (todos gratis) y no he mencionado al Madame Tussaud´s. Ese pseudo engendro cutre-kitsch-hortera que provoca entre miedo y risa supone un timo en toda regla. Cuesta 25 libras y no se diferencia demasiado del igualmente sórdido Museo de Cera de Madrid. Si quieren tirar su dinero vayan allí, si quieren tirarlo aún más acudan al “Believe it or not” de Picadilly. Allí encontrarán hasta un coche hecho con cristales de Swarowsky. Casi nada. En Londres pagar por entrar a un museo es una temeridad manifiesta.

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