(Cuento finalista en el VIII Concurso de Relato breve del Museo Arqueológico de Córdoba)
Sabed, mortales, que mi nombre es Actius, que fui un Mirmilón y que vencí seis veces en combate, a pesar de haber dejado este mundo a los veintiún años. Sabed también que mi esposa grabó en mi lápida que lo que cualquiera de vosotros desease para mí, ya difunto, eso mismo hicieran los dioses con él, esté vivo o muerto. Pero os quiero contar, ya en espíritu, cómo fallecí para que os sirva de ejemplo y de advertencia.
El día de mi muerte fue uno de Maius, mes de la abundancia, que era en la Colonia Patricia el preferido para los juegos circenses. Aquéllos en los que perecí los organizaba Lucius Iunius Paulinus, hijo de Publius, de la tribu Sergia. Duunvir de los colonos, para honrar su flaminado de la Baetica.
El camino hacia el Anfiteatro Claudio fue, una vez más, triunfal. Partiendo desde el Ludus de la ciudad, la única escuela de gladiadores de Hispania, recorrí , entre palmas y vítores, el kardo máximo. Admiré el magno templo Imperial y, ya extramuros, me deleité con el recinto en el que tanta sangre y desventura había repartido mi gladius.
Iba a ser una tarde grande en el Anfiteatro. El ostiarius, cuando me recibió en la puerta, me advirtió de que las treinta mil plazas se iban a quedar escasas. El momento más destacado de la jornada iba a ser mi lucha con Cornelius Atticus, el Hoplomacus. Un balear que se preciaba de haber acabado con la vida de más de doscientos seres entre humanos y bestias.
No sentía miedo. Nunca lo tuve. Mi fama era local y la de mi rival se extendía a todo el Imperio, pero desde mi nacimiento en la Galia siempre combatí con éxito contra mi destino. Veía en la dureza de la lucha un guiño de los dioses. Además, siempre tuve claro que mi suerte debía ser morir saliendo por un Spoliarium y no crucificado en la Vía Apia, como cualquiera de los de Spartacus.
Conforme se acercaba la hora convenida para mi combate fui llevando a cabo mis rituales. Me despojé de mi recién adquirida toga purpurada, colocándome encima de mi cultivada piel ya untada de aceite la preceptiva túnica corta. Apreté fuertemente el cinturón de cuero ya curtido por el sol y el sudor y me ajusté mis protecciones en pierna izquierda y brazo derecho. Una vez me ceñí el myrmo, me concentré en el filo de mi afilado y corto gladio y lo golpeé con fe contra mi escudo. Únicamente con mi fuerza podía contar. A pesar de ello, invoqué en un rincón a mi genio, al que dediqué una pequeña inscripción en forma de serpiente en la misma pared que me había visto concentrarme en mis seis victorias anteriores. Creía en la serpiente, dado que esa fue la forma de mi primera herida en combate.
Sonó el cuerno y me dispuse en formación acompañado del resto de camaradas. Samnitas, secutors, reciarios y un elenco variado de equites, que sometían a sus bestias con admirable maestría. Sentí un día más la euforia de las gradas, que aumentaba conforme la vista se iba perdiendo en el graderío. Impávidas las vestales y los patricios, animados los ciudadanos y descontrolado el vulgo local. Los míos, en suma.
Plantados delante de la máxima autoridad, practicamos como siempre el saludo protocolario. Miré a mi colosal contrincante, analizando su fabulosa estructura ósea y las generosas capas de grasa que componían su cuerpo, fruto de las ingentes cantidades de polenta, gachas y ternera ingeridas. Él bufó jactancioso. Sus ojos claros brillaban con un punto de maldad entre los intersticios de la visera de su casco.
Ya habían luchado los provocatores contra los reciarios, habían corrido los carros y unos leones de Tingitania habían ya dado buena cuenta de un puñado de condenados que se negaban a empuñar las armas contra otros semejantes por agradar a su Dios. El público, ansioso, comenzó a dividirse en dos a la hora de la gran lucha. La mayoría deseaban mi victoria pero también había quienes -los habitantes de la Colonia Patricia son famosos por su envidia al compatriota- preferían que fuese el inmenso balear quien cortara mi cuello. El combate, estaba claro, iba a ser a muerte.
La arena se vació y allí estábamos Cornelius Atticus y yo. Frente a frente. Tuve poco tiempo de mirar la charla entre el editor del combate y mi lanista en la grada. Diríase que charlaban despreocupados, como si estuvieran cerrando un negocio amable. De repente, el primer ataque de mi oponente con su lanza hacia mi costado me hizo recuperar la concentración. Pude eludirlo girando mi cintura con rapidez, colocándome en una posición idónea para, con mi gladio, sajar su torso a la altura de su hígado. Sentí el desgarro de su piel, pero -protegiéndose con su pequeño escudo hoplita- pudo detener la fuerza y la herida fue superficial. Aún así, me animó ver el carmesí de su sangre empapando la arena.
Era consciente de que no iba a ser tan sencillo. Atticus contraatacó empujándome fuertemente, amedrentándome con violentos golpes de lanza que a duras penas podía contener con mis defensas.
Entonces, cuando peor era mi situación, llegó el momento clave de la lucha. Alguna víscera que no había sido limpiada de la arena fue pisada por Atticus, desequilibrándole en su afán de acabar con mi vida y haciendo caer su inmensidad a tierra. El estruendo por la caída del coloso fue seguido de un atronador sonido por parte del Anfiteatro Claudio, máxime cuando en su derrumbe había perdido el control tanto de su lanza como de su puñal. Estaba completamente a su merced, pero -y he aquí mi fatal error, amigos mortales- decidí acudir al criterio del summa rudis que regía los designios del combate. Porque sabed que en nuestro código una caída accidental como la que sufrió Atticus no debía ser usada por el oponente para sacar partido de su ventaja y, por tanto, al caído se le debían reintegrar sus armas y devolver al combate en situación de igualdad. Así, con buen criterio, el gigante balear fue puesto en pie con dificultades. Esta circunstancia, sin duda, desagradó mucho a todos los presentes. Mientras el summa rudis y yo nos mirábamos sin comprender muy bien, el graderío se volvió unánime un clamor en favor de Atticus, viendo en la concepción del código de honor un síntoma de debilidad. Después, todo fue muy rápido. Un rayo de sol reflejado en un espejo convenientemente portado y dispuesto por mi lanista en perfecta dirección a mis ojos me cegó durante unos segundos. Tiempo más que suficiente para que Atticus asestara, ya recompuesto y con la fuerza de mil uros, un tremendo mandoble con su lanza que me derribó violentamente contra la arena.
Ahora era yo el que estaba al borde de la muerte. Sentía el sudor encharcando mi frente debajo del myrmo. Comprobé cómo una de sus alas se había desprendido del golpe y ahí me di cuenta de que mi suerte estaba echada. Traté de incorporarme, pero alguno de mis huesos de mis piernas debió quebrarse y me resultó imposible. Todo dependía entonces de la clemencia de mis congéneres. De mis semejantes. Levanté con dignidad creciente mi mano esperando una respuesta. De que los inquilinos de las gradas guardaban mayoritariamente sus pulgares, vería un sol un día más. Pero no iba a ser así. Los ciudadanos y los colonos agitaron ruidosamente sus dedos hacia sus gargantas, en clara alusión a la mía. Le estaban pidiendo a Atticus que pusiera fin a mi vida. Estaban cantándole a la muerte. Estaban reclutando un soldado más para Plutón.
El balear, en un mal latín provinciano, miró mis ojos consternados y, diciéndome un sincero Requievit in perdonare, clavó su lanza entre mi clavícula y mi omóplato. Sentí mi corazón partirse en dos.
Sabed esto, amigos mortales que ahora me leéis, para que en la vida y en la muerte optéis siempre por el camino de la virtud. Pues yo morí estando vivo cuando mi rival, aún viviendo más tiempo, murió en aquel mismo acto. Y, con él, mi lanista, mi editor y todo el espíritu de Colonia Patricia. Salve.