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Tonicruz

Los toros

No me gustan los toros. No entiendo a ni empatizo con la tauromaquia. Tampoco me apasionan las vidas de los toreros, ni me parece que -más allá del valor que demuestran por amor a su profesión (y al verde del dinero)- sean un ejemplo a imitar. 

Pero...

Recuerdo que cuando tenía diez o doce años se celebró un debate en mi clase (entonces no había ESO y a los alumnos se nos obligaba a pensar) sobre los toros. Yo defendía la prohibición partiendo de un pueril e incondicional respeto a la naturaleza y por mi habitual reacción ante lo rancio que siempre -incluso ya a esa edad- ha sido una constante en mi carácter. En el otro lado, con igual vehemencia pero muchos más datos, un par de hijos de aficionados y uno que, directamente, era familiar de ganaderos. 

Mis argumentos oscilaban -y lo recuerdo perfectamente- entre el "es una tortura para los pobres animales" y el "es un espectáculo cruel". Los de mis oponentes, a pesar de su corta edad, se forjaban en una serie de razonamientos que tocaban lo sociológico y económico. El bolsillo y el recuerdo a los ancestros. Citas de Lorca, Cela y Hemingway. Imágenes de Picasso.

Han pasado de aquello casi veinte años y la sociedad española sigue debatiendo el mismo tema con idéntica pasión e iguales argumentos. Sin embargo, un Parlamento Regional ha decidido prohibir (se está entregando, por cierto, Cataluña a ese ejercicio tan poco democrático del veto a lo que le disgusta) las corridas en su territorio. 

Una medida que, para empezar, le costará a cada ciudadano de ese territorio unos 70 euros. Una postura propuesta en nombre de unos supuestos ecologistas aupados, claro, por aquellos que quieren separarse lo más posible de cualquier elemento que apunte a una unidad de aquella comunidad con el resto del Estado. 

En el Parlament oyeron a los toreros, pero no les escucharon. En Barcelona consultaron a los que tienen voz y voto, pero no a los que pastan pacifícamente en las dehesas en espera de la muerte para la que han sido preparados. Los toros de lidia morirían por definición sin lidia, pero los supuestos defensores de los animales seguro que no les han preguntado. Prefieren, como los niños de diez o doce años, escucharse a sí mismos y creerse adalides de algo grande.

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