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Tonicruz

Una noche en el Madison

Recuperado del jet-lag y de la decrepitud parcial en la que me sumió el desbarajuste de la terminal del JFK, relato otra vivencia de mi paso por Nueva York. Para un periodista deportivo, resulta una tentación tener a un par de manzanas del hotel el Madison Square Garden. Además era temporada de basket, no de baseball (empieza en abril), el verdadero deporte de la ciudad y de la nación (Haré un aparte para hablar de la rivalidad Yankees-Mets (los dos equipos de la ciudad en ese deporte): Los primeros lo ganan casi todo –llevan, creo, 20 títulos- y los segundos son los supervivientes, quienes representaban a los desheredados. A los sufridores. Me recordó, con todo el riesgo que los cotejos conllevan, a la pugna Real-Atleti. Hace unos años llegaron ambos a la final y aquello colapsó la gran manzana-la llamaron la final del metro por la corta distancia a recorrer para disfrutarla-. Ganaron los poderosos. Enric González, mi cicerone en este viaje con su gran libro “Historias de Nueva York”, se decantó por los Mets. Yo, por estética nada más, me compré una gorra de los Yankees para gastar mis últimos doce pavos).

Volvamos al baloncesto. O no. Porque lo que menos llama la atención de ver un partido de la NBA es el juego. El Madison, que por fuera no reluce empequeñecido como está por tanta torre de Babel, es una sensacional arca. Un objeto flotante identificado. Luces, ruido controlado y acción. Como un musical más donde todo parece predecible menos el guarismo final. El primer reflejo al acceder al pabellón (y he estado en bastantes recintos deportivos) es claustrofobia y aturdimiento. Del techo cuelgan los números de los ídolos (confieso que sólo reconocí a Ewing).

El amigo que me consiguió los tickets (de oferta), su novia coreana, otra pareja de Fuengirola y yo (la heterogeneidad no podría ser más deliciosa en una ocasión tal) nos sentamos en el gallinero. Se veía bien y, además, nos permitía palpar de verdad el ambiente en la grada. Los Knicks jugaban fatal. En el primer cuarto casi ni llegan a los diez puntos. Pero el gentío no se impacientaba. Y eso que la temporada que están haciendo los locales está siendo lamentable. No tienen opción alguna de pelear por el título.

Durante uno de los primeros tiempos saltaron las cheerleaders. Podría describirlas como ninfas dulces, pero prefiero adjetivarlas de forma más hooligan: Son unas tías buenísimas que se mueven como diosas y que permiten a la imaginación obviar otras redondeces más impredecibles (a todo se acostumbra uno puesto que en otros tiempos muertos posteriores apenas les saqué diez fotos). No quiero imaginar lo que deben sugerir a menos de 50 metros.

También animaban el cotarro una especie de saltimbanquis que giraban sobre sí en vueltas imposibles. Parecía que se iban a romper, pero siempre salían airosos. Prefería las mujeres, así que nos fuimos mientras los saltos a buscar algo de comida. La manduca es otra religión en el basket americano. A mi, sin embargo, me decepcionó un ciento. Sólo quedaba en uno de los bares bocadillos de pastrami condimentados con pepino crudo y una col igualmente amarga y triste (ni la probé).

Puede que por la Brooklyn  Lager que regó mi ingesta a mí aquello me sabía a morcón. En cualquier caso, desde aquel momento me dediqué (contagié a mis compañeros de grada hispanos y juraría que a algún local también) a jalear la castiza palabra "morcón" en lugar del tradicional “offence” o “defence” (qué sosos) que gritaban los aficionados en cada lance.

Los de la fila de delante se debieron ofender ante lo que no entendían y me recriminaban, con sorna, que en el Madison se debe animar a los Knicks. Estos tipos, los tontos de delante, que creo que eran de los Sixers, casi se pelean (eran cinco) con un fortachón al que le pidieron que se sentara. El tipo, insisto en que estaba muy cuadrado, se molestó mucho cuando le dieron una colleja con un aplaudidor de esos destinados a hacer ruido. Al final tuvo que salir por patas porque otros seguidores del equipo de Philadelphia se querían sumar a la lucha (aún no sé cómo pudo salir ileso para, incluso, volver a por su jersey olvidado en su localidad un rato después del final del encuentro).

En el último cuarto la cosa se animó. Los Knicks, que no estuvieron por delante en el marcador en ningún momento del encuentro, se pusieron a tres puntos. Pero la fastidiaron. Ni la presencia de John McEnroe y de otro actor llamado Piven (creo) sirvió de estímulo. Daba igual. La gente abandonó el campo (menos el tío cuadrado que he contado antes) con un rictus equidistante entre el placer y el sopor. Nunca pensé que, incluso, se fueran antes para evitar atascos como se hace en los campos de fútbol europeos. La experiencia, en cualquier caso, fue fenomenal y extremadamente recomendable (menos el bocata de pastrami/morcón). Guste o no guste el deporte.  

 

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