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Tonicruz

Souvenirs

Se acumulan en los estantes. Aparecen en los cajones de forma repentina. En los bolsillos. Son como los primos de Murcia, que todo el mundo parece tener uno que surge cuando menos uno se lo espera (por cierto, al igual que los parientes lejanos, no poseen ninguna utilidad conocida).

Los souvenirs, guardianes de la memoria, son artefactos caros para lo que valen e inevitablementes kitsch, por lo general. El turista los compra a decenas. A centenares. Los lleva en bolsas que también acumula después como recuerdo añadido. Quiere ver en ellos, cuando los adquiere, símbolo y arte. No consideran el insoportable coñazo que les resultará tener que ir cargando con varios kilos de más hasta sus casas. Todo merece la pena por apoderarse de artefactos de un sólo uso.

Compulsivamente, al turista se le encienden los ojos en cualquier tienda de recuerdos. Coteja precios. Compara colores de camisetas que nunca se pondrá. Prueba bolígrafos que luego nunca usará. Rebusca (lo he llegado a ver) bajo las faldas de una gitana de plástico para ver qué esconden.

Acabo de volver de Nueva York. Hasta piedras imantadas me he traído. Ahora no sé qué hacer con ellas. Definitivamente, los souvenirs son el sambenito de los que viajan. El síndrome de Diógenes del trotamundos. Sálvese quien pueda, porque lo peor es que viéndolos uno evoca irremediablemente lo mucho mejor que se lo estaba pasando en el momento que los adquirió. Esa es su verdadera maldición.

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