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Tonicruz

Los voceros de la tele

Suenan cuando aparece un protagonista en un plató. No le aplauden por ser listo. Ni por sus valores, porque ni siquiera le conocen. Le jalean porque sí. Porque merecen reconocimiento por vender su alma a la religión catódica para retratarse ante la igualmente lerda audiencia. Escuchan atentamente sus cuentos sin discernir si son mentira o verdad. Sin enjuiciarles más allá del velo de envidia que les sostiene inquietos. Les gustaría estar del otro lado, pero se tienen que contentar con hacer ruido. Son una parte imprescindible del atrezzo de cualquier programa de testimonios. Llaman guapo cuando sale algún personaje joven (o cuando, porque son los mismos, comparecen en algún acto público el Príncipe y/o Letizia). Aunque pese 400 kilos y quiera confesar sus deseos de practicar el bestialismo desde la infancia con Jolly Jumper.

Pueden ser plañideras cuando-rarísima vez- les duele algo de lo que ven, pero normalmente ríen con sus descompuestas almas cuando hay algo que les hace gracia. Desafinan más cuanto más sórdido es el programa. En la televisión andaluza son característicos sus chillidos inconscientes, sobre todo cuando una criatura dice alguna tontería en los programas siempre presentados -aunque ya creo que no esté- por Juan y Medio ("jajaaaaaaaa, qué grasiosssooo", espetan).

Lo peor no es la absoluta incapacidad de análisis con la que vociferan. Ni la pasión inútil que gastan en semejante memez. Mucho más inquietante es lo que enganchan sus antieróticos cantos de sirena. Algo que provoca que muchos, confieso, no podamos perdernos ciertos programas de por la tarde. Ay.

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