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Tonicruz

Kiev

Kiev es ocre y dorada. Grande como Yaroslav, su más célebre mandatario y de quien conservan como reliquia nacional su cráneo. Imperial por su condición de capital de todas las Rusias sin ni siquiera querer formar parte de Rusia. No le hace falta. Kiev se está desperezando después de muchos años sojuzgada. Tras hambrunas soviéticas forzadas por el cabrón de Stalin a pesar de que incluso el amarillo de su bandera refleja la abundancia de trigo en el país; superando Chernobyl, que está a cien kiómetros y nada más que a 26 años de distancia (en Pripiat y alrededores de la central nadie podrá vivir durante los próximos diez milenios más o menos); dando a luz una democracia forjada realmente en la revolución naranja de 2004 y en detenciones como la de -actualmente- una de las líderes de la oposición, Yulia Timoshenko y por quien todavía protestan en las calles.

Su monasterio de Pecharska-Lavra, se quejan, está perdiendo su hermetismo, pero el esplendor del barroco de sus edificaciones y campanas sigue contrastando, ex profeso, con la oscuridad profunda de las originales cuevas de los ermitaños únicamente iluminadas por velas en las que moran los restos de los popes fallecidos. Uno deja algo de su alma dentro mientras intuye entre tinieblas una devoción que no entiende de edades y se siente un extraño, crea o no en su Dios.

Las iglesias de Santa Sofía y de San Miguel se miran frente a frente con la estatua de Bogdan Khmelnitsky de por medio. Un héroe nacional al que el Zar de turno quiso esculpir pisoteando a un judío, un jesuíta, un polaco y un tártaro, pero al final se quedó sin fondos y el artista, un tal Mihail Mikeshin, debió conformarse con que las pezuñas del caballo del general pisaran simples bloques de piedra.

En Kiev la gente se conduce silenciosa por las infinitas y veloces escaleras del metro hacia sus trabajos desde Lukianska y alrededores. Nadie habla de más. Caminan callados, pero miran con curiosidad incipiente al extraño. Con una mezcla de inquietud y morbo escrutan los detalles aparentemente más insignificantes. Tal vez sea porque han de ahorrar once meses para apenas poder escaparse una semana al Mar Negro o a Turquía mientras, sistemáticamente, las embajadas italiana o británica les deniegan sus visados (la española, cuentan, es mucho más humana).

Comen borsh, una sopa muy especiada, vareniki, una especie de ravioles con contenido salado o dulce según y sálo, que es el tocino de unos cerdos desproporcionados, símbolo gastronómico del país -al igual que aquí- para diferenciarse de los musulmanes. El pollo a la Kiev es algo meramente turístico.

Ellos son pragmáticos y rudos. Ejemplo: Vladimir Sviatoslavovich, el primer líder ucraniano (siglo X) que decidió abandonar el paganismo, recibió varias embajadas de todas las religiones. Rechazó a los judíos porque entendió que estaban dispersos por sus pecados, a los musulmanes (a pesar de que le complacía lo de la poligamia al tener 800 concubinas) por su prohibición de beber alcohol (les dijo: “En Rus beber es placer, no podemos existir sin ello”) y decidió hacer a su nación ortodoxa por el oro que vio en Constantinopla.

Ellas, inmortales y bellísimas ángeles ortodoxos, pasean con garbo sobre plataformas imposibles sus esculpidos cuerpos por Podol, junto a San Andrés o en pubs-paraísos como el Arena. Alardean, una vez que rompen sus iniciales pudores, de sus sacrificios en el gimnasio, de las grivnas (paradoja: el nombre de su moneda, la grivna, significa cuello) invertidas en bálsamos para no perder su eterna juventud. Y no cenan. Nunca. O casi nunca. Eso dicen y eso hacen. A veces -las menos- sonríen discretamente tensando los músculos justos y permiten, como descorriendo una cortina divina, que uno vea reflejados sus más limpios o sucios instintos (según se mire) en su marfil. Alguna me dijo sentir envidia del cutis de las españolas. Y de su tono de piel.

Kiev merece una visita. Por su orgullo, por sus reminiscencias, por su encanto y hasta por la distancia. He dicho que merece una, pero yo haré otra más si el destino me lo permite. Al menos.

1 comentario

CrisTin -

Siempre tuve ganas de conocer Kiev y tus comentarios solo han logrado aumentar esas ganas añejas. Saludos