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Malta

Malta es un país indefinible. El eclecticismo gobierna su paisaje, sus gentes, sus formas, sus colores y hasta sus olores. Nada parece simple en estas tres islas, más que nada porque la majestuosidad de su pasado se mide por sus cosas pequeñas. Su capital Valletta, por ejemplo, podría ser un barrio de cualquier ciudad media española. De hecho, cuando uno pasea por sus dos calles principales (la de la República y la de los mercaderes) no puede comprender qué vieron de tanto interés los turcos para el tremebundo asedio de 1565. Más allá de lo estratégico, Malta ha despertado siempre un interés espiritual. Aquel halcón que le costaba a los caballeros de San Juan de arriendo la isla, el naufragio de San Pablo que impregnó a sus habitantes de un catolicismo que roza lo fanático, la misma defensa contra los stukas nazis del 42... Los malteses se han imbuido en su minúsculo estado como un monumento más. Hablan una lengua similar al esperanto que parece más complicada de lo que luego resulta si se analiza pormenorizadamente. Se comportan, de paso, como caóticos griegos, como inteligentes fenicios y como astutos judíos. Tal vez porque su sangre es una mezcla que el tiempo y el aislamiento se ha encargado de cimentar.

Para hacerse una idea aproximada del carácter de los habitantes del país de la miel (pues Malta viene del “Melité” griego) es fundamental pasear en La Valletta por la engañosa concatedral (austera por fuera, incomparable por dentro), por el palacio de los Caballeros de San Juan y visitar el museo de guerra. Con eso, una pasta a la Marinara en la Trattoria Da Pippo (no hay carta así que no se puede elegir) y una copa en The Pub (el antro de marineros británicos donde falleció el actor Oliver Reed, después de tomarse tres botellas de ron jamaicano, ocho de cerveza alemana, numerosos whiskies dobles y haber retado a echar pulsos a cinco jóvenes de la Royal Navy) se puede disfrutar de un buen rato.

Del resto de la isla más grande del archipiélago que conforma este país sobresale Mdina, antigua capital y bellísima ciudad medieval amurallada y silenciosa. Pasear por sus calles es escuchar el pasado sin desvirgar. Desde tiempos prehistóricos habitada, su actual forma obedece al lavado de cara dado por los nobles barrocos, que no lo hicieron nada mal.

Gozo y Comino son las otras dos partes de Malta. Los gocenses se jactan de tener un queso y un carácter diferente a sus vecinos. Orgullosos, procuran resaltar más sus diferencias apelando al amor propio que les da su escasa distancia. De hecho, tienen su propia Rabat/Mdina, también muy hermosa. Comino es, simplemente, un bello islote en el que sobresale el Blue Lagoon, una paradoja natural de un agua azul turquesa que no se puede encontrar en ningún lugar del mundo. Nadar ahí es como hacerlo en el iris de un ojo templado y adentrarse en la gruta que atraviesa Cominotto (un atolón aún menor que está enfrente) supone confundirse en una noche improvisada. Las olas balancean los ecos de los bañistas hasta confundir las lenguas en babel de andar por casa.

Eso es la Malta decente. Luego está la Golden Bay con cadáveres de jóvenes atosigados por las resacas y por el causante de éstas, Paceville, un espacio destinado al castigo y al disfrute de los sentidos. Apenas dos calles en las que confluyen miles de personas dispuestas a superar su plusmarca en la ingesta de chupitos. Native y Havanna son los más populares antros. El primero invadido de españoles; el segundo cuenta con una sala destinada a la población aborigen muy singular porque permita comprobar la auténtica esencia del maltés, a medio camino del siciliano y del tunecino; del templario y del fenicio; del conejo y del pulpo. Eclecticismo, en suma. De eso va Malta.

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Mon -

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