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Tonicruz

Democracia versus demagogia

Admiro a Fernando Trueba como director por su magnífica Belle Epoque y por frases tan geniales como aquella tan celebrada cuando le dieron el Óscar (“Me gustaría creer en Dios para agradecérselo. Pero sólo creo en Billy Wilder, así que, gracias Mister Wilder”). También le he escuchado algunas veces polemizando con criterio e independencia sobre temas de toda índole.

Sin embargo, ayer en una interesante entrevista publicada en El Mundo lanzó una afirmación no ya más o menos cargada de razón, sino peligrosa. Trueba dijo sin cortarse un pelo que “todas las dictaduras, las de derechas y las de izquierdas, son para mí de derechas, porque nadie que diga que es de izquierdas o revolucionario tiene a la gente sojuzgada. Eso es reaccionario”.

El riesgo de tal aseveración no es lo que implica en sí en términos históricos, sino lo que puede suponer cara al enorme trauma que soporta secularmente la derecha en esta país. Hablar de progresía implica, necesariamente, contar el cuento como querría Marx. Decir futuro, al parecer, conlleva someterlo al juicio de los únicos capaces de decidir si el mismo es viable a los ojos del buenrrollismo ilustrado.. Unos jueces que son, claro, los de las izquierdas. Perdón, más concretamente, los de un único partido de izquierdas que monopoliza las teóricas ideas hippy-progre-feministoides. El único capaz de hacer y deshacer el mismo camino y que parezca que se hayan andado cientos de kilómetros.

No, las dictaduras no son ni de derechas ni de izquierdas. Son de animales. Son de sociedades retrasadas y ancladas en tibias promesas -todas- de una unidad de destino en torno a una misma idea fatal. Que bien puede ser la de que los judíos no merezcan vivir simplemente por serlo como la que impulsaba a Stalin a enviar hasta a familiares suyos al Gulag simplemente porque no le veneraban lo suficiente.

Las dictaduras son daltónicas y astigmáticas. No entienden de colores ni formas políticas. Destruyen la conciencia de libertad desde la raíz.

Y lo que es inconcebible es que a estas alturas de la película haya aún quien se quiera atribuir el derecho eterno e inmortal de ponerle a unas ideas o a otras sambenitos imperecederos.

Tengo amigos socialistas que hablan de la democracia a lo felipista y otros peperos que la pintan a lo aznariano. Ninguna de las dos tendencias me hace feliz ni me reporta una confianza ciega en el sistema. Pero nunca teñiré sus ideas con la sospecha de un pasado tibio que, como todos los pasados, sólo el tiempo puede difuminar.

De una puta vez, si puede ser, y pronto.

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