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Tonicruz

Barcelona

Acabo de regresar de Barcelona. Las últimas veces que había estado en Cataluña fueron un par de escapadas semiclandestinas primero con algunos compañeros de Universidad a una farsa de curso de Derecho Penal medioambiental y luego en un viaje de chiflados acompañado de amigos de colegio mayor que terminó en Perpiñán. De eso, parece mentira, ya han pasado once años.

Por eso, no tenía ni idea de la Barcelona que me iba a encontrar. No sabía si sería esa comunidad adalid de progresía que pregonan sus gobernantes o el infierno para el español que pinta la oposición. Sinceramente, no noté ni una cosa ni la otra. Me sentí cómodo en mi papel de turista. Me sentí bien en mi condición de andaluz y no aprecié discriminación alguna por mi condición de castellanohablante (en ningún lado se identifica, por cierto, el castellano con el español).

Lo que sí noté es que Barcelona ya no es tampoco catalana. He viajado bastante y jamás he visto tantísima confusión de nacionalidades. Ni en Nueva York. Pasear por Las Ramblas ayer, en vísperas de los Santos, era -dejando a un lado a las siempre activas y bulliciosas rameras- como hacerlo de la mano de un apresurado Phileas Fogg. Suecos, alemanes, holandeses, chinos, italianos, marroquíes. Cada cual sabe muy bien su condición y su función. Los potentados cenan en Els Quatre Cats y luego se toman un cóctel en Le Bosc de Les Fades. Los demás, deambulan buscando el chupito más económico mientras apuran las latas de cerveza que son vendidas por docenas de manera clandestina. Ayer, a ritmo de muñeira, había quien bailaba en el Centro Galego. A su lado, el tablao flamenco Cordobés. Enfrente, Colón sobre la estatua sin saber hacia dónde señalar.

Barcelona, claro, acaba en Las Ramblas, pero bien puede empezar en la Barceloneta. Un lugar de arena sucia, pero donde impera la sensación de que siempre puede pasar algo. Un porro, una carrera, una corrida (no de toros, claro). Lo que sea. Huele a mil cosas. A especias y a cemento, sobre todo.

En el otro extremo, Montjüic parece la parte lógica del asunto. La racional. La Monumental como una cacerola tapada y la Plaza de Espanya abriéndose con majestuosidad a las fenomenales escaleras que conducen a la montaña de Júpiter (o de los judíos) y al Museo Nacional. Un magnífico lugar para buscar contrastes mientras se es observado por los ojos que pintaron Nonell hace poco y algunos artistas anónimos en alas de ángeles en el siglo XIII.

Pero para contrastes, los que ofrecen el Raval y su Museo de arte contemporáneo. Un cartón de Don Simón junto a una capilla llena de columnas de metalcrilato o lo que quiera que sea, pero carísimo. Cerca también queda una pista de baloncesto. En sus gradas, el recuerdo de un indigente dormido.

Y luego está el Barrio Gótico. Uno que se ve de abajo a arriba gracias al recorrido propuesto por el Museo de Historia de la ciudad. Se puede pasear por una tintorería de la antigua Barcino -por lo que aprecié, se sienten muy orgullosos de sus orígenes romanos- y subir luego en un ascensor (es literal) hasta el salón del trono desde donde Jaume I organizó la conquista de Mallorca. La Plaza del Rey ofrece un entorno absolutamente único en el Mundo.

Queda Gaudí. Le quieren hacer santo y me parece lógico. Para levantar todo lo que levantó debió de necesitar mucho sursum corda. Ni todo el del mundo parece suficiente -de cualquier modo- para erigir la Sagrada Familia. En la estación de metro a la que da nombre se puede ver un enigmático cartel publicitario: “Sagrada Familia, 1909-...”. Quiera San Antoni Gaudí darme la oportunidad de regresar a su ciudad. Me ha quedado algún pan con tomate por comer, mil millones de objetos que comprarme en Vinçon e infinitos rostros que contemplar las Las Ramblas.

1 comentario

xixerone -

Muy chulo el post, yo vivo en Barcelona desde hace 8 años y estoy de acuerdo con lo que dices.

Por otra parte sólo un apunte: la Monumental no está en Plaza España, esa plaza de toros se llama "Las Arenas" la Monumental está cerca de la Sagrada Familia