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Tonicruz

El bucle

-Todavía son las cinco.

Jacinto miró su reloj con mal disimulada inquietud. Apuraba su primera copa después de una copiosa comida en aquella caseta de polvoriento ambiente y repetitiva música. Como no sabía bailar sevillanas, observaba con las manos inquietas el desenlace de los acontecimientos. Ya le había advertido su mujer, que sabía de lo que hablaba, de los peligros de la feria de Córdoba. De esa espiral maldita que comienza cuando empieza la calor (femenina, siempre) y acaba cuando empieza la calor (femenina, siempre).

 De vez en cuando golpeaba Jacinto su mano derecha contra su pecho, como queriendo llevar el ritmo. Sus compañeros de trabajo le trataban de meter en ambiente incitándole a que se desabrochara la corbata. A que se zafara de esa chaqueta de paño y se remangara los puños de su impecable camisa de Boss. Pero él, educado en las costumbres sevillanas, sabía que un desliz protocolario sería imperdonable a los ojos de su rijoso jefe quien, por aquel entonces, ya frotaba su cuerpo con una párvula (puede que no tanto) becaria con unos pechos como los cocos a los que riega siempre el agua y un perfil similar al del siniestro terrorista Urrusolo Sistiaga.

-Todavía son las cinco.

Y, sin embargo, ya era de noche. Algunos de los compañeros de Jacinto se habían acercado a un puesto de hamburguesas a cenar. Él aún se sentía lleno y contemplaba con cierto asco como sus ebrios camaradas se untaban el buche con grasiento lomo y mantecas variadas. Peor fue, de cualquier manera, el rato en el que se dirigieron al puesto de pesca de patos amarillos, se hicieron pasar por inspectores de medio ambiente y amenazaron a su propietario con hacerle una inspección por tortura animal. Cuando el enfurecido buhonero acudió a la trastienda en busca de su acero albaceteño salieron al galope, empotrándose contra dos jovenzuelos repletos de oros a los que se le sobraron excusas para unirse en despendolada persecución.

-Todavía son las cinco.

Ya empapado en sudor y todavía con la camisa por desabrochar, Jacinto volvió a echarle un vistazo a su reloj con los ojos fuera de sus órbitas. Marcaba las cinco y ya amanecía en el Arenal. Uno de los de administración yacía, superado, sobre un lecho de hormigón junto a la ribera y a la vera de un riachuelo de orín y vómitos. Aún quedaba un puñado de los de su empresa. Jacinto, vencido y con las manos entrelazadas a la altura de cabeza, se dirigió a uno de ellos y le espetó la pregunta que le estaba latiendo en el fondo de su espíritu desde que empezó la interminable parranda:

-Pero, bueno, ¿me puedes explicar por qué demonios sigo anclado en las cinco de la tarde aunque llevemos más de doce horas aquí?

Su etílico interlocutor sonrió con un ápice de malicia y devolvió la cuestión a Jacinto:

-A ver, ¿me puedes decir qué has comido hoy?

-Flamenquín, huevos rotos, Salmorejo…

Cuando el forastero pronunció el nombre del delicioso manjar anaranjado, su compañero le puso un dedo en la boca para que dejara de hablar y, al oído, le dijo con voz queda:

- ¿Acaso no notaste que tenía mucho ajo? ¿Acaso no sabes que el salmorejo con mucho ajo se repite una barbaridad?

 

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Espeto -

Ayer no te vi.