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Tonicruz

Euskadi (tercera parte y última)

Partí rumbo a Irún desde la estación de Amara. Viajé en un Euskotren. Lento. De mil paradas. En los 18 kilómetros de trayecto empleé cerca de una hora. Irún, como toda ciudad fronteriza, tiene mucho misterio. No es bonita. Ni fea. Es diferente. No la parte el Bidasoa, porque el río de lo que la separa es de Francia. En su cauce está la Isla de los Faisanes, un trozo de tierra minúsculo que comparten equitativamente galos y españoles. Es, de hecho, el islote el territorio en condominio más pequeño del mundo. Para ver semejante paradoja hay que atravesar el puente de Santiago (que al otro lado ya es de Saint Jacques). Como un niño travieso y antes de que llegase la hora del partido que debía (y deseaba) contemplar me dediqué a cruzar la invisible frontera. Ahora estoy en Francia, ahora estoy en España.

Debí pasar, supongo, por el bar Faisán (célebre por esa trama de corrupción y eusko-vice garzoniana), pero reparé más en el club Le 35. Me pareció absolutamente decadente y, por tanto, interesante. Debía haber sido un puti club transitado por los exiliados del porno. Aquellos que en los setenta cruzaban al lado verde de los Pirineos para echar un casquete como Dios (no) manda o soñar con echarlo. Aún conserva, en su abandonada y deteriorada fachada, un enigmático número de teléfono.

El Real Unión, club anfitrión del choque tiene en su estadio, el Gal, un recinto pequeño pero con mucha historia. Sus bandas son irregulares, con baches, y los periodistas tienen que compartir grada con los aficionados. No pasa nada, porque la afición es tan educada que ni en una derrota (el Córdoba venció 2-3 gracias a dos golazos postreros) es capaz ni de dirigir una mirada de encono. Resignación, porque iban (y siguen) cerca de la cola. Pero todo el señorío de quien ya posee en su vitrina hasta tres copas del Rey.

Celebrado el final del trabajo (y el triunfo) con una frugal cena en el hotel, el sueño fue preludio de una jornada larga de regreso. Cargado con la bolsa-maleta, comprobé con cierto trauma cómo a mi autobús -la mejor manera de llegar hasta Bilbao, desde donde saldría mi avión- le faltaban tres horas para regresar. Movido por el pragmatismo (y el consumismo) dirigí mis pasos en busca de un souvenir más que echar a mi bolsa. Me compré un polo del histórico equipo txuri-betz (blanquinegro) y fotografié la estatua de Pío Baroja. El escritor, en bronce, se mantiene firme enfrente de una pagoda. Enfrente, una ikurriña. A sus espaldas, un cuartel con una rojigualda. Sinestesia singular.

Llegué a Bilbao a las tres. La estación de autobuses está sita en San Mamés. Demasiado tentador. La Catedral del fútbol sólo tuvo que esperarme lo que tardé en devorar mi enésima ración de pintxos como almuerzo. El ambiente en la capital vizcaína, captado a pulso en garitos como en el que zampaba acompañado únicamente de mis pertenencias, era diferente al de la guipuzcoana. Como más gris.

Encontré un cierto paralelismo -que Gehry me perdone- entre las fachadas del estadio del Athletic y la del Guggenheim. La mayor diferencia es que uno luce orgulloso como emblema de lo nuevo y el otro (el recinto deportivo) se oculta entre los muros de hormigón del barrio que lo auspicia. Para lo que no encontré parangón fue para el paseo junto a la Ría. Espectacular. Delicioso a la hora en la que el sol se empieza a dormir. Me quedé con las ganas de entrar en el Museo Vasco (era ya lunes). Y, claro, de disfrutar de un par de días más en esas medievales calles (cada una de las siete de la antigua ciudad tiene su razón de ser). De esa decadencia rebelde que tiene esa ciudad tan cerca de las montañas que rezuma a verde. Tan nueva. Tan vieja. Y no resbalé, para colmo de satisfacción, cruzando el puente de Calatrava.

Las bocas de Metro de Foster me devolvieron a la estación de autobuses. Fueron apenas unas horas las que pasé en la ciudad más grande de Euskadi, pero me refrescaron la primera impresión que una década y pico atrás recibí (cuando uno viaja recuerda lo viejo que uno es).

En suma, y como síntesis de esta mini serie, me veo en la obligación moral de recomendar encarecidamente la visita al País Vasco. Cuando sea, como sea. Una tierra llena de matices, de placeres y con una gente que se merece algo más que vivir con el sambenito que algunos supuestos compatriotas (de un lado y del otro de la zanja) les quieren colgar. Eskerrik Asko eta bihar arte.

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