Del amor y del querer
No sé si lo leí hoy u ayer. Mendicutti escribió en El Mundo que parece que todos estamos autorizados para hacer poesía. Por San Valentín, esa fiesta pagana que hoy día el catolicismo tolera, (casi) todos recitamos poemas de amor. En forma de letras, de sonidos, de cartas...de regalos. Todo hombre consuela a su mujer -por que sí- y toda mujer consuela a su hombre -por que toca-. (Bueno, o todo hombre a todo hombre y toda mujer a toda mujer si les va el otro lado de la cama). Hay muchos que buscan un sentido fisiológico al amar. Al amar. Algo basado en toxinas que embriagan los sentidos. Puede ser. Sin embargo, nadie aún ha descubierto la razón última del querer, que no es exactamente lo mismo. Razones puede haber tantas como millones de habitantes hay en la tierra. Yo apuesto por el egoísmo último del ser humano como base de nuestro cariño. Porque, olvidados en los juegos de la infancia (o de la pubertad) la pulsión sexual por la mujer amada (el deseo se extingue con la misma rapidez con la que se tarda en conseguir la consumación del coito, a mi entender), el amor no deja de ser la necesidad satisfecha de compañía. La ilusión -la mayoría de las veces rota- de que el otro o la otra se quede con uno hasta el final de los días. Que, ya rizando el rizo, sea la última cara que se vea antes de morir. Porque, y de eso nadie habla, la pareja y el matrimonio están hechos "hasta que la muerte los separe". Pero...¿hasta la muerte de qué o de quién? Todo el mundo, sublimando el vil sentimiento individualista antes comentado apuesta por no sobrevivir al ser amado. Por abandonar la vida terrenal dando explicaciones y dejándolo todo atado. Que el engorro del entierro, del llanto y -sobre todo- del recuerdo sea para la persona que por suerte o por desgracia le acompaña a uno en la vida primera. Es el recuerdo, terminando esta reflexión (espero) tan poco apasionada, lo que nutre en parte al amor. Mucho más que al cariño. Uno vive en el querer para el día a día. Uno vive para el amor (y para el amar) del pasado. Un pretérito que, por su misma condición de pasado, siempre es perfecto aunque haya sido imperfecto. Por eso cuando vemos una foto de una antigua querida (casi) nunca le asaltan tortuosos recuerdos a la mente. Siempre llega primero aquella noche de sexo. Aquel beso robado. Ese sueño compartido y muerto. O vivo. Porque los sueños, como el amor que pasa y se va, ni se crean ni se destruyen. Ni se transforman, ya que permanecen inalterables e inmutables en el subconsciente. Perfectos. Tal vez sea así tan humano comparar nuevas sensaciones con viejas. Y así, por eso, con cada nuevo amor todos aprendemos. Tanto a amar como a borrar otros pequeños recuerdos que deben ser secundarios ante la nueva mujer. Por poco tiempo.
0 comentarios