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Tonicruz

Euskadi (Segunda parte)

Euskadi (Segunda parte)

El Kursaal me resultó bastante decepcionante. Lo que en su momento fue el gran Casino de San Sebastián es desde el 99 una suerte de formas cúbicas que se han de adaptar a su entorno. Mientras que el Guggenheim me resultó –ya leeréis- un espacio único y brillante, las tonalidades del edificio de Moneo no me parecieron singularmente brillantes. Puede que fuera la hora (ya hacía bastante que el sol había abandonado San Sebastián) o quizás lo desapacible del invierno, pero ni de lejos es el Moneo del Museo de Arte Romano de Mérida o del Thyssen de Madrid.

Me adentré luego en el casco viejo dándole la espalda al pijerío de Gros. Apercibido por la imagen creada por ciertos extremistas, espera encontrar borrokas por cada esquina. Crispación. Hostilidad. Lo más peligroso, por el contrario, me resultó un grupo de mujeres que cantaban una serie de canciones aparentemente religiosas en vasco. Una grupo de bertsolari a las que, evidentemente, no entendía nada pero que parecían dedicar unas salves a la Virgen. Con curiosidad y respeto me introduje por las estrechas calles sorteándolas hasta que alcancé la Plaza de la Constitución. En ese antiguo coso taurino se festejó sólo dos días después de mi visita la festividad del asaetado patrón de la ciudad. Allí compré unos recuerdos entre los que, claro, se incluía una boina. Porque las boinas allí se llaman boinas. Lo de chapela es un apelativo genérico para todo lo que signifique gorro.

Un último camino de vuelta por la Concha dio con mis pies en el hotel. De noche, paradójicamente, el paseo marítimo parecía mucho más poblado. Amantes cogidos de la mano se funden con el reflejo de la luna en el mar. Atletas trotan dejando su aliento en el ambiente. Un perro deja su sello, inconsciente, en forma de hez. San Sebastián, sobre todo en la residencial y elitista zona de Miraconcha –donde estaba mi hotel y también (nada que ver) el formidable Palacio real de Miramar- es como un pueblo ennoblecido. Una pequeña villa del Cantábrico que primero fue bendecida por la naturaleza con su privilegiada orografía y luego por sus majestades con su presencia. De eso hace mucho, pero no hace nada.

Después de asearme, el hambre venció mi pereza a volver a caminar. Sin más rumbo que el de mi gusa deshice mis pasos y regresé al centro de la ciudad. Buscaba un lugar que pareciera sano y poco comprometedor. Etxe Txiki parecía idóneo. En la barra aún quedaban algunos canapés-pintxos y la clientela, formada por dos personas, disfrutaba del Barcelona-Sevilla que echaban por la tele. Pedí el primero con una cerveza. Entonces comprobé que uno de los dos clientes, Aritz, creo que se llamaba, tenía síndrome de Down. El otro, sentado a mi izquierda era un anciano con aspecto de haber rebasado por mucho los ochenta y que se declaró posteriormente sóviet y más guipuzcoano que español. De la larga hora y media que pasé en tan diversa compañía –tanto como duró el encuentro- deduje varias cosas. Primero el notorio interés de Aritz por las muertes de personajes históricos. En cierto momento interrogó a los presentes sobre la manera en la que Nerón feneció. Ante las diversas hipótesis planteadas por la concurrencia, el orgulloso joven aclaró que estaba seguro de que le habían asesinado porque “lo había visto en una película”. El anciano respondió con una chispa forjada en el crisol de los años: “Ah, que también era actor”.

Pues así todo el rato. Fui testigo de cómo el octogenario confesaba con dulzura mientras Aritz alardeaba de que tenía una novia del Real Madrid, que su mujer “ya no estaba con él porque ya se le había muerto”. La forma en la que salieron las palabras de su boca, su fuerza, me sacudió. Y no soy nada sensiblero. Luego, exhibiendo un precoz alzheimer que reconoció sin ambages, el anciano preguntó por enésima vez lo que debía pagar. “Ya has pagado, hombre, ¿que no te acuerdas?”, replicó el mesero con paciencia.

Cuando el árbitro pitó el final, pagué y me despedí. Y sentí, yo que no soy nada sensiblero, la bofetada de realidad que aquella hora y medida de distendida escucha me había ofrecido. Una introspección que, sin duda, únicamente es posible conseguir viajando sin más compañía que la de la propia alma.

Después de todo aquello, me tomé una cerveza en un garito ligeramente sórdido en el que ponían buena música de los ochenta, entré en una discoteca con aspecto de barco en la que bailaban patéticamente pocas maduras en busca de ganado y luego una puta me dio la tarjeta de una casa de masajes.

Hasta en esto, y me acordé de mi amigo taxista de hacía unas horas, todos somos “clavaos”.

Aún me queda Irún y Bilbao por contar…Mañana.

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