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Tonicruz

El cable y el corte

Hoy  tenía que comprar un cable de red para mi ordenador. Como me pilla cerca, decidí buscarlo en El Corte Inglés.

Después de equivocarme y acudir a la sección de televisores en lugar de la de informática, conseguí ponerme en una cola para que me atendieran en el lugar idóneo. Allí, después de esperar pacientemente a que empaquetaran un portátil, un encargado con pinta desabrida me señaló el lugar donde estaba el bien que requería. Cuando, después de dudar, por fin escogí, tuve que volver a esperar otra vez en otra cola. Al terminarla, el desabrido de antes me preguntó si tenía una tarjeta llamada doble cero. Con ella, al parecer, puedes conseguir puntos por compras. Yo la tenía, oculta y roída, en el fondo de mi cartera. Como era previsible, el plástico no era reconocido en la maquinita y el empleado me recomendó (no, me conminó) a que fuese a atención al cliente para que me diesen una nueva.

Fui. Esperé otra cola y, cuando me tocó, una señorita me atendió con una sonrisa cordobesa. Malévola. Como queriendo ocultar sus verdaderas intenciones. Después de pasarle mi tarjeta gastada a otro fulano, me preguntó si yo tenía la del Corte Inglés. "Sí", respondí concisamente. Desde ese momento, la acelerada lengua de la vendedora se disparó hasta hacerme desembocar en una vorágine caótica. Según parecía, todo el universo humano ha renovado su tarjeta añadiéndole una cláusula de seguridad por robo. Casi sin escuchar mi respuesta ya estaba gestionando un seguro que me iba a costar 2, 40 euros por mes. Y sólo después de que, aún circunspecto, estampara mi contrato, se relajó la señorita. Incluso me preguntó mi profesión. "¿Periodista y abogado? Mmmm, qué interesante", dijo la agente comercial como Satán a alguien que acaba de vender su alma.

Una vez tuve en mi poder los papeles pertinentes, mi nueva tarjeta doble cero y, al parecer, un descuento del 30 por ciento en ciertas clínicas dentales, regresé a por mi cable. Como era previsible, el encargado que me tenía que cobrar el producto ya no estaba. Tras otros cinco minutos de descorazonadora espera surgió de entre las tinieblas y, súbitamente, me espetó: "Trae la tarjeta". Sin "caballero", sin "señor". Sólo "tráe la tarjeta". La pasó, debí acumular puntos e incluso por mi compra me dieron un vale para una tapa de paella en la cafetería del centro comercial.

Por supuesto no consumí el presente gastronómico. Ahora sólo espero, por favor, que alguien me robe la tarjeta. O me parta los dientes. O algo. Porque, si no, sentiré que el cable que fui a comprar, en menos de quince minutos y por obra y gracia de El Corte Satánico, es ahora un poco más soga.

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