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Tonicruz

Catetos de rojo

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Quiero creer que no. Quiero pensar que no. Me encanta el fútbol. Amo ese deporte en lo que tiene de fenómeno sociológico. A ninguna razón seré más fiel que a la sinrazón de seguir a mi equipo (el Córdoba). Sirva este preámbulo para introducir las variadas sensaciones tras mi paso por el Santiago Bernabéu para vivir en directo el España-Turquía del sábado.

Exceptuaré antes de seguir mi relato que me siento tan patriota como lo puede ser cualquiera que no haya sido catequizado en estupideces sectarias tanto de un extremo de la balanza como del otro.

Por eso, me duele afirmar con contundencia que el aficionado medio de la selección española es un cateto. Mucho. Demasiado. Juerguista seguidor de porrón y pandereta. Comepipas y tragapancetas de pico afilado e insulto fácil. De fidelidad a prueba de pequeños baches (se entiende que en su caso una vez probada se pierde). De “el resultado nos da igual” si media alcohol.

Prolegómenos. Suena el himno turco. Pitada estruendosa. Nadie calla al de al lado. Nadie educa al incívico. Es una práctica que ofende. No hay otra hinchada que falte al respeto de tal manera a un símbolo tan importante para un colectivo.

Tal vez se explique al escuchar el paso real que representa a todos los españoles. Entonces, el estadio se sumó en una carcajada colectiva al ritmo del cansino “na, na, na,naaa...”. ¿Cómo van a respetar lo que ni ellos mismos toman en serio? He dicho antes, por cierto, que no hay otro colectivo que silbe un himno patrio. Miento. Lo hicieron con la marsellesa los independentistas corsos en una final de Copa gala Rennes-Bastia. Lo harán, faltaría más, los seguidores del Athletic y del Barcelona en la cita del...

El desconocimiento del gentío presente en el campo de la Castellana se ponía de manifiesto conforme pasaban los minutos. Ni saben de fútbol (mencionaban los nombres del portero turco Rustu y de Marchena y ninguno de los dos jugó) ni saben de geopolítica (insultaban a los visitantes llamándoles judíos).

Luego, claro, silencio únicamente roto por cánticos rancios (especialmente original y descriptivo el de “Soy Español”). Muy lejos de la sonora plasticidad de los coros de grupos de animación como los de, por poner ejemplos nacionales, Sevilla o Atlético o de (hablando de selecciones) la nacional inglesa, escocesa o alemana. Hasta, triste ejercicio, tuvo que mediar un speaker para entonar a la gélida amalgama roja. El vocero les pidió, inoportuno e igualmente desinformado, que realizaran la ola. Cuando se creó dicho efecto visual fue en el Mundial de México en el 86 y sólo debe llevarse a cabo si el espectáculo merece la pena (en esos momentos el guarismo reflejaba un incierto y aburridísimo 0-0).

Lo peor de todo es que ya he estado representando desde otros graderíos a los colores que también siento dentro en el extranjero (en un Mundial y una Eurocopa) y la cosa no ha pintado mucho mejor. Ahora que, por fin, parece que España cuenta con un grupo campeón y que, sin duda, tiene teatros donde llevar a cabo bellísimas puestas en escena, estaría muy bien que tuviese una hinchada a la altura.

Por favor que alguien coja a setenta u ochenta mil de los nuestros y los lleve de gira por otros campos de Europa y el mundo. Con un bloc de notas y con una cabeza algo menos llena de “fúrgol”, “Madrilbarsal” y demás enemigos de lo verdaderamente sentimental que debe flotar por encima del césped.

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