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El tiempo y el inútil

Si algo distingue al parado, al ocioso y al jubilado del trabajador es su percepción del tiempo. Para el que tiene todo el día ocupado a la fuerza, los minutos pasan de manera liberadora. Cada segundo que le acerca a la cama y le aleja del despertador le resulta gratificante. Muchas veces no piensa en otra cosa que no sea en descansar. Duerme, si le dejan, siesta. Cualquier placer, por nimio que parezca, es gloria (desde leer el periódico hasta rascarse el lóbulo de su oreja derecha).

Para alguien sin trabajo el tiempo es un enemigo más. Quizás el peor.

La mañana aparece como un reto. El día es una ecuación a resolver sin sumatorios. Los minutos se suceden lentamente. Se busca algo con lo que ocupar el tiempo. Los jóvenes piensan en mujeres que no pueden probar y en el alcohol o las drogas. Los ancianos piensan en mujeres que no pueden probar y miran las obras o se van a Benidorm (según sus ganas de vivir). Se trata, en todo caso, de engañar al destino. De ocultar la dolorosa sensación de inutilidad. De futilidad. De no querer mirarse en el espejo y ver un paria que vive del cuento.

A veces es la pareja quien sufre el hastío. Quien, agobiada (sobre todo si ella sí está trabajando), tiene que padecer las atenciones y el exceso de celo. Queda como única referencia. Como tabla de salvación. Como oasis en el desierto de la vida. Y ambos sufren porque la compensación es imposible en la mayoría de los casos.

Otros escribimos. A veces ni eso sirve para obviar la situación. El dolor no se calma y se escribe más. Y así eternamente.

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