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Tonicruz

Loa a Peter Pan

Si es extremadamente sensible no lea este artículo. Si esperan una reflexión madura sobre la vejez, tampoco.

Vivir perjudica seriamente la salud, aunque sea lo más inteligente que se pueda hacer. Los años agotan. Cansan. Distraen de lo esencial. Vuelven más estúpido al ser humano (por mucho que haya quien crea que sucede todo lo contrario). Cuando uno tiene 20 o 30 (a lo sumo) empeña todo su futuro por su presente (si es normal y no un amargado maleducado). En gozar de su tiempo libre como si cada día fuera el último de su vida. En implementar sus experiencias por encima de otras cuestiones más materiales. O tan insustanciales.

A partir de cierta edad, si el proceso hacia la supuesta madurez ha sido teóricamente correcto, uno deja de preocuparse de los amigos. De las mujeres. Del sexo. Se centra en engordar. En cebarse hasta reventar. De comida y de dinero. En abandonar su cuerpo y su destino a la suerte de la edad. La mala suerte, se supone.

Se tienen hijos como fórmula para querer verse más vivos en ellos. Antropofagia figurada. Hay quien procrea por hastío vital, como quien adopta un perro o se compra un reproductor de música. También se casan, se emparejan, como fórmula para esperar la muerte en compañía. Si no, en un ser humano (Punset dixit y Punset sabe de todo) “esencialmente polígamo” no se comprende esa obsesión por la fidelidad.

Envejecer es como Hacienda. Como los suegros. Como el jengibre. Como septiembre. Inevitable y molesto. Una desgracia ante la que no se puede luchar (¿o sí?). Y a la resistencia contra ese proceso se la conoce como “Síndrome de Peter Pan” (una forma fina de llamar a la inmadurez vocacional). Yo aplaudo a los rebeldes. Yo me pido un hueco en su tren. ¿Alguien me pasa el teléfono de Basil, el pintor amigo de Dorian Gray?

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