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Tonicruz

La oficina

La oficina del paro es blanca. Mejor dicho, no tiene color. Es iconoclasta por ley y por definición. No huele a nada. Ni a ambientador, ni a perfume, ni a humo. Es el olor del silencio. Del vacío. Es un limbo. Un universo paralelo en el que, abrigados por una potente calefacción, los hombres se distancian de una realidad dolorosa debatiendo sobre ella. Los parados se miran con respeto. Están estáticos, los menos sentados, los más de pie. Uno lee con ojos cansados el diario. Pasa de soslayo su vista por las noticias que menos le interesan mientras gira inconscientemente el papelito -arrugado ya- con su número de turno. Entra una señora despistada. Lleva un carrito de bebé y el pequeño sonríe al colectivo. Para él es un lugar más en su mundo sin definir. Para el resto, él es una esperanza de futura vida. Un quiebro del destino a su suerte.

El sonido del cambio de turno es metálico. Mecánicamente, las respuestas de funcionario y desempleado se solapan. Uno y otro saben asumir bien su papel. Representan a Moliere, a Lope, a Brecht. Todos en uno. Cumplen su cometido en esa sátira social, en ese paripé, que es esa oficina-escenario.

Sellos estampados. Vida registrada. "¿Desea que le envíen información a su teléfono?" "Si no responde lo contrario, se entiende que le resulta indiferente". Indiferencia. Funcionarios del estado. Buenos días y adiós. El ciudadano abandona su umbral de desaliento y retorna al redil donde, como lobo hambriento, le espera la realidad.

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