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Escocia mágica (III): Glasgow

 

Desde la estación de Haymarket, Glasgow pilla a tiro de piedra de Edimburgo. Es un paseo como de pueblo, breve, cómodo. Se hace agradable leyendo el Times escocés y se hace caliente ojeando el Sun. En cualquier caso, no suele dar tiempo a completarlos. Al llegar, es sencillo percatarse de que se está en el auténtico corazón industrial de Escocia. Incesante tránsito de ejecutivos, estudiantes que apuran con prisa su sandwich caminando hacia la universidad, muchos colores. Glasgow es más fea que Edimburgo, pero mucho más cosmopolita. Cuentan los que viven allí que es también más divertida y noctámbula. No lo comprobé.

Al lado de la estación de Queen Stret se encuentra la Plaza George, como aperitivo de lo que se puede ver en el resto de la ciudad. El ocre oxidado de los edificios victorianos y una arquitectura imperial y rica. Cabalgando en una montura -así tenía que ser para sostenerla- la Reina Victoria mira desafiante mientras unos metros más alto Walter Scott sobre una columna triunfal amenaza con pegarle un capón.

Una calle y media al sur de este ágora municipal -allí se encuentra también el Ayuntamiento- se encuentra la GOMA (es decir, la gallería de arte moderno). El talante irreverente de los glaswegianos queda bien patente en la estatua ecuestre del Duque de Wellington que hay a la entrada, tocada con un cono de tráfico. Parece una gamberrada, pero formar parte de la idiosincrasia del museo, albergado en un magnífico edificio neoclásico.

Celtic Park, cuna del fútbol

Glasgow es el hogar del fútbol de uno de los países inventores del fútbol. Allí se disputó el primer duelo internacional -ante Inglaterra, por supuesto- en 1872. Empataron a cero. Por eso, conviene acercarse a alguno de sus tres majestuosos estadios para entender cómo aman y cómo entienden este entretenimiento quienes lo crearon. Los tres -Ibrox, Hampden y Celtic Park- cuentan con visitas guiadas. Yo me decanté por el feudo del Celtic porque siempre tuve simpatías hacia su afición. No queda cerca. Después de media hora de autobús llegué a un centro comercial y, muy a lo lejos, se veía el recinto. La primera sensación fue algo desalentadora. Barro por doquier (algo parecido al Arenal de Córdoba), una conservera y un cementerio (luego me percaté de que parece práctica común lo de colocar camposantos junto a los estadios). Después de sacarme mi entrada para el tour, mi concepto cambió. Todo es diferente para los británicos cuando hablan de fútbol. El guía parecía ostentar una cátedra. Con su impecable chaqueta tweed y una corbata con los colores de la isla Esmeralda nos enseñó -a mí y a los otros integrantes de la expedición: un oficinista y sus dos hijos que creí entender que también seguían al Aston Villa- todos los entresijos del santuario blanquiverde. Nos recordó que el Celtic lo fundó el muy católico Padre Walfrid cuando miles de emigrantes irlandeses llegaron a Glasgow huyendo de la hambruna en su isla. Que el cura distrajo a sus hijos enseñándoles a jugar a la pelota y que, por eso, es una institución que engloba todo el sentimiento católico británico. Es el club de los irlandeses. El primero que ganó una Copa de Europa, la del 67, de los de las Islas creadoras del juego. Uno de sus héroes, de esos Lisbon Lions, John Clark dobla ahora con mimo las camisetas de los que ahora usan el vestuario. Todos nos fotografiamos con él, apodado en sus buenos tiempos “El cepillo”. También nos cruzamos con el actual entrenador, el norirlandés Neil Lennon, que nos saludó brevemente. Tanto él como su delantero MacCourt han sido amenazados con el envío de sendas balas por extremistas del Ulster.

Antes de acceder al campo se puede leer una frase de su célebre manager Jock Stein: “La camiseta del Celtic no es para los segundones, no encogerían para ajustarse a un jugador menor”. Incluso en la soledad y el silencio, el verde impresiona. Menos desde los palcos vips, en los que sí asombra es el cuero y el lujo (no me imagino a nadie sin chaqueta y sin una mujer afrodítica sentado en ellos).

Un estadio de fútbol para algunos. Una parte de la historia sentimental de Escocia, para muchos.

La delirante Kelvingrove

De vuelta al centro y tomando el metro en Buchanan Street, la más bulliciosa calle de la ciudad, hacen falta unas cuantas paradas -menos mal que sólo hay una línea- para llegar al museo Kelvingrove. La zona donde se ubica regala unas espectaculares vistas de la Universidad y la Catedral. La Kelvingrove es la galería más visitada de Escocia, pero aún hoy sigo teniendo dificultades para explicarla. ¿Interesante? Sí. Tanto como puede ser mirar hacia el techo y ver un spitfire y girar la vista al frente y observar un mono disecado. Está la Anunción más famosa de Botticelli y el Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí. Pero, para hacerse una idea, no fui capaz de encontrar éste segundo cuadro. Del cielo del singularísimo edificio cuelgan unas cabezas que ríen, lloran y observan. Hay armaduras, coches de época, trajes de samuráis y mucho tartán. En suma, un delirio de formas y colores que merece la pena disfrutar. Tanto como Glasgow, a pesar de su injusta fama de ciudad de una tarde.

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