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Tonicruz

El gol de López Silva, desde arriba

Desde arriba el campo se ve más pequeño. Desde donde cuento lo que pasa en El Arcángel los dorsales bailan, las caras se vuelven máscaras y las piernas alfileres veloces e incoercibles. Capturar en un segundo un regate o un gesto es mucho más difícil de lo que en frío parece. Se impone el alma a la garganta.

El Córdoba jugaba contra el Alcorcón. Ganaba 2-0. Me escuchaba a mi mismo confirmándole a mi compañero de narración Antonio García: “Esto está...esto está...hecho”. Poco después, un interior llamado Saúl cumplía su deber y acortaba la ventaja. Susto. Miedo ante la posibilidad de un giro copernicano de la situación. De que aquel poema feliz; aquella égloga de un día lluvioso se empañase al final.

Creo recordar que había demandado fe a quienes me escuchaban. Dije que este equipo era capaz de marcar el tercero en cualquier momento. Fue una reflexión -reconozco- basada simplemente en la necesidad de creer en una justicia deportiva en desuso. En el único convencimiento de que siempre gana el mejor. El que más expone, el que más ofrece. En el fondo el suspense me mataba, obstruía mi capacidad de comunicarme.

Entonces fue cuando pasó.

Un balón indeciso acabó pinchado en el centro del campo esperando dueño. El lodo lo clavó y López Silva, que pasaba por allí, se hizo con él. Con fe y la cabeza agachada lo contempló. No necesitó mirar hacia la portería porque sabía perfectamente dónde estaba. Se encontraba a medio camino entre él y su destino. Entre lo bueno y lo sublime. Entre el embarrado marrón y las nubes.

Dio dos toques e intuyó la presencia de un obstáculo. Instintivamente, prolongó el rodar del cuero. Y rodó, aunque pareciera imposible sobre el cenagal. Y burló la desesperada entrada del central que, para colmo, representaba en cierto modo el pasado más reciente de la entidad. Bajo sus piernas pasa la pelota y cupieron miles de sueños.

No había tiempo para dudar. López Silva siguió corriendo y, como glóbulos blancos ante una mortal bacteria, otros dos defensores rivales acudieron a taponarle. Impotentes, llegaron únicamente a tiempo de girar su cuello.

El interior, mirada apenas unos segundos al cielo, convirtió su pierna derecha en una exquisita cuchara. Cuerpo atrás, inclinación perfecta, molde hecho y figura lista para envolver. La pelota despegó y el portero, que nunca esperó tal crueldad, empezó a recular temiendo lo peor.

Todo duró apenas unos segundos. Por aquel entonces ya había anticipado el gol. Me levanté. Ni tuve presente el micrófono. Vi manos jubilosas que oscilaban instantáneamente conforme el balón, obediente, llegaba a la red sin ni siquiera volver a tocar verde antes (tal era su condición divina). Chillé, grité, me desgañité. En aquellos instantes la euforia nublaba la mente y únicamente el atronar de El Arcángel me devolvió a la realidad.

Conté el marcador y sentí como, por dentro, la sangre trepaba por mis arterias. Y por ella cabalgaban litros de orgullo. Por mis venas, rumbo al desagüe otros tantos de miserias pretéritas y de miedo.

Ganamos. Cómo ganamos.

1 comentario

mushocordoba -

Con este derroche, no sé yo qué vas a escribir el día que ascendamos. Supongo que algo parecido a "Ya he visto el cielo. Ahora puedo morirme en paz". Felicidades.