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Carta al cordobés barcelonista

(Artículo de opinión publicado el 12 de diciembre de 2012 con ocasión del partido de ida de octavos de final de Copa del Rey Córdoba C.F.-F.C. Barcelona)

Estimado paisano,

Bienvenido. Puede que sea la primera vez que entre en este campo, que al ser municipal es tan suyo como mío. Aquí juega el Córdoba C.F., que hoy será rival del equipo al que usted apoya. Muy probablemente sea consciente de la categoría en la que milita y de la historia pasada y reciente del Córdoba. Con casi total seguridad vibró cuando el ascenso del 99 si tiene cierta edad o con el de 2007 si es más jovencito.

Incluso, en un arranque de forofismo, no es descartable que se inmiscuyera en las celebraciones de ambas gestas en Las Tendillas y que aplaudiera o gritara como si sintiera al equipo que hoy será su contrario como propio.

Me atrevo a decir -y esto es mucho atreverme- que en el fondo de su corazón hoy desea, como yo, que el Córdoba venza. Es más: creo que si no fuera por la pesada losa que tendría que aguantar de sus amigos madridistas, usted desearía que el Barcelona no pasara de octavos en esta edición de Copa del Rey.

No nos engañemos. Lo más probable es que ganen hoy y que también lo hagan en el Nou Camp. Lo único que me gustaría transmitirle es que, para algunos, el fútbol no consiste (únicamente) en ganar. Para usted quedar segundo es un drama, para los que acuden a este campo cada dos fines de semana lo es descender.

No sé si habrá llorado alguna vez por un fracaso deportivo. Yo sí. Los que le rodean también. Por descensos o por sueños abortados. Y le digo que hay profesionales de este deporte que han jugado Champions o incluso con la selección que me han dicho que ninguna satisfacción es comparable a lo que es vivir un ascenso. Algo que, como seguidor del Barça, usted nunca experimentará.

Por lo expuesto le pido, paisano culé, que hoy más allá de disfrutar con los suyos abra mucho los ojos y un poco su alma para el aluvión de sentimiento cordobesista que le rodeará. Para que se fije en los pupilas encendidas de muchos para los que este encuentro no es singular por la entidad del rival -es decir, de su equipo- sino porque enfrente va a tener a los nuestros. Relájase -si es que puede-, disfrute -si es que su equipo gana- y viva con intensidad un ambiente que en muy pocos campos de fútbol en España se vive.

Y, si le gusta, ya sabe donde estamos. Los 365 días del año cada dos fines de semana. Bueno, en verano paramos, pero poquito. Pero eso usted, que sabe de fútbol, ya lo conoce.

Atentamente.

 

El café

(Artículo publicado en CCFP del 18 de noviembre de 2012 con motivo del partido Córdoba- Hércules C.F.)

Hacía bastante frío en Ponferrada el domingo a las cuatro de la tarde. Un seguidor del equipo local, sentado justo delante de la cabina desde donde iba a narrar el partido, me miraba a pecho descubierto y cubierto únicamente por un fino abrigo, divertido con mi aspecto. Yo estaba aterido, con guantes en mis manos trémulas y una braga de lana para taparme el cuello justo hasta donde comenzaba mi boca que debía tener abierta obligatoriamente durante dos horas.

Comenzó a rodar la pelota. Conforme iban pasando los minutos, la boca del seguidor berciano iba secándose mientras la mía no paraba de salivar. Escupía delante del micrófono al berrear el primero, el segundo y el tercero de los nuestros. Así, con 1-3, terminó la primera mitad.

Por un minuto perdí de vista a mi amigo del pecho descubierto. De repente, alguien tocó en la puerta de mi cabina. Era él, con dos cafés ardientes, uno de los cuales era para mí, porque “es normal que sientas el frío, que por tu tierra no estáis acostumbrados”. Se lo agradecí, pero ni le hablé del partido.

Volvieron a correr detrás de la pelota y el Córdoba metió dos goles más. Cuando ya eran cinco Jesús, que así se llamaba el aficionado berciano, se dio la vuelta y me miró. “Qué buenos sois”, me dijo justo antes de ponerse en pie para aplaudir el tanto del francoitaliano Enzo Rennella.

Ojalá en el mundo del fútbol hubiera muchos aficionados como Jesús. Ojalá todos los equipos propusieran el fútbol que propuso el Córdoba en Ponferrada. Perdón, en Ponferrada... y siempre.  


Las tribus

(Artículo de Opinión publicado el 20 de octubre de 2012 en CCFP -publicación oficial del Córdoba C.F.- con motivo de la visita del Real Madrid Castilla)

Escribe John Carlin en el prólogo de su recopilatorio de artículos “La tribu” que todos los amantes del fútbol pertenecemos a “la tribu más grande del mundo”. Una tribu que no entiende de razas, de géneros, de condición, que es democrática y universal. Estoy de acuerdo a medias. Para mí existen los que aman al fútbol y los que aman el “fúrgol”. Por “fúrgol” entiendo los que, únicamente por el fulgor mediático que dan las cámaras y el propio brillo de los trofeos, simpatizan sin poder explicar los motivos (más allá de los anteriormente expuestos) nada más que con alguno de los dos grandes de España (Madrid-Barça). Esos mismos son capaces de gastarse un pastizal en un encuentro de su (¿¡su!?) equipo ante un segunda división neozelandés si fuera preciso, pero les parece un exceso pagar más de cien euros por un abono de una escuadra de su barrio, ciudad, o región.

Esta semana el Córdoba se mide al Castilla -filial del Madrid- y seguro que habrá más de uno que venga a El Arcángel únicamente atraído por el merengue. Al igual que ya hay “furgoleros” que se frotan las manos ante un hipotético cruce en octavos ante el Barcelona. Vendiendo la piel del oso ante de cazarla y despreciando un envite tan interesante como el que ya de por sí supone medirse a la histórica Real Sociedad.

Por eso creo que esta tribu tan bonita de la que habla Carlin no es -al menos en España, único país tal vez junto con Italia con este cúmulo de aficionados “furgoleros” de Europa- ni tan universal ni tan variada. Que siempre hubo clases. Y que no siempre van en consonancia ni con el dinero ni con los títulos.

Que disfruten del Córdoba esta tarde, que es el que juega con el Castilla. Y no al revés.

 

CCFRadio

 

He tardado demasiado en escribir este artículo. Trabajo para una radio pobre. Para una emisora que apenas puede permitirse tener en nómina a dos locutores y un técnico para cumplir siete u ocho horas de programación.

Pero trabajo para la radio más rica del mundo.

Nuestra radio no nos reporta ni mucho menos pingües beneficios ni grandes contratos de publicidad. No está pensada (ni lo pretende) para competir ni para pelear en igualdad de condiciones contra otras cadenas comerciales con una estructura sólida.

Pero nuestra radio, CCFR, aspira a ser la voz de la ilusión. La voz de todos los que sienten de verdad a su club. A los que sufren, lloran y ríen por cada acción de su equipo. A los que reconocen en el fútbol algo más que una cuestión de vida o muerte.

Ellos -nosotros- no somos los mejores locutores del mundo. Sé que no soy un narrador de Primera, pero puedo decir con orgullo que sé llorar cuando perdemos y sé emborracharme cuando ganamos. En primera persona, porque ahora que estoy dentro del club y antes que estaba fuera siempre he sentido un poco el Córdoba como mío. Como el auténtico enlace con una ciudad que en otros aspectos languidece.

Puedo poner también la mano en el fuego por todos los que hablan ante nuestros micrófonos. No cuento a mi compañera Lorena, la mejor entre las mejores, porque también cobra por hacer su trabajo como yo, pero sí al resto del elenco de abogados, comerciales, economistas, empresarios, camareros... que se sientan delante de los micrófonos en el estudio de El Arcángel o por teléfono.

Algunos han nacido con la bufanda blanquiverde atada al cuello y otros se la han ido atando conforme iban teniendo uso de razón.

Ninguno cobra. Y no ha habido un sólo día en el que hayan hecho un mal trabajo. Lo hacen por amor al arte y a un escudo. A un deporte y a las ondas.

Antonio, Fran, Javier, Mariloli, José Manuel, Salva, Álvaro, Manuel, Sensi, Massimo, Paco, Miky, David, Juan, Ramón, Diego, Antonio, Marcos, Álex, Javi... (y disculpad si me dejo alguno) son el auténtico sustento de un proyecto que apenas tiene como ambición hacer un poco más grande al club que adoramos. Es la auténtica esencia. Es un beso a un ideal.

He tardado demasiado en escribir esto. Espero que no sea demasiado tarde. Gracias a todos. Es un orgullo trabajar a vuestro lado.

 

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(ARTÍCULO DE OPINIÓN PUBLICADO EN CCFP, PERIÓDICO OFICIAL DEL CÓRDOBA, CON MOTIVO DEL PARTIDO CÓRDOBA-RACING DE LA SEGUNDA JORNADA DE LIGA ADELANTE)

El fútbol no es especialmente bonito como deporte. Está lleno de fulleros y de marrulleros. Es muchas veces tramposo. Todo vale. Es -a la inversa del rugby- un deporte de caballeros interpretado muchas veces por animales. Hay partidos, de hecho, que ni siquiera son más emocionantes que un certamen de petanca de barrio. 

Sin embargo, lo que tiene de especial el rodar de este trozo de cuero es lo que lleva de cada uno de nosotros en cada golpeo. En cada gol. En cada fallo. Instantes que se quedan congelados en el viento. Segundos eternos. Piel tornada del revés y vellos de punta con una sola mención de aquéllo. De ésto. De lo de más allá. De lo que queda por venir y de lo que nunca ha sucedido ni sucederá. De un futbolista que aquí fracasó y allí triunfó. De otro rival al que se puede adoptar como hijo de un Dios menor sin que él sienta el más mínimo apego a la hinchada que le idolatra. Sólo por un buen trabajo. Nada menos que por un buen trabajo.

El fútbol es ese sentimiento que ayuda a levantarse cuando no hay otro motivo. Pildorita opiácea que borra la realidad como en un esfumado provisional. Es un dardo envenenado que engancha, como heredero que es de las luchas circenses romanas, por su crueldad y atrapa definitivamente casi más por las decepciones que por las gestas. Por la lágrima que por el alborozo.

El fútbol hace creer. Invita a la jaculatoria. Hace invocar a Dios o a los Dioses, se crea o no se crea en un Dios o en unos Dioses. Sirve de acto de comunión para con los padres (les gusten a éstos o no este espectáculo, les hagan perder a éstos a un hijo para el recto camino o no).Sobran motivos.

El Córdoba, su Córdoba, honró a este juego que todos consideramos nuestro el año pasado y a cambio obtuvo una recompensa templada. Pasará a los anales de la categoría de Plata como aquella Holanda del 78 o la Hungría del 54 a la de los Mundiales. Tamaño recuerdo no merece ser olvidado por un cordobesista. No puede ser olvidado. Guárdenlo, no obstante, con tiento en ese rincón del cerebro donde les plazca (aún la ciencia no sabe con exactitud en qué parte de nuestros sesos almacenamos las alegrías o las penas, menos mal) y apresúrense a fotografiar cada instante de la nueva campaña con ojos nuevos. Con vida nueva. Y memoricen, si les place, este soneto del Fénix de los Ingenios:

Engaño es grande contemplar de suerte

toda la suerte como no venida,

pues lo que ya pasó de nuestra vida

es no pequeña parte de la muerte.

¿Qué crisis?

“Un grupo de comunistas liderados por un hombre barbudo asaltan un supermercado en un pueblo de Andalucía”. Podría ser un excelente arranque para una novela milenarista. Podría ser uno mejor aún para una bimelenarista, toda vez que ya el miedo a Dios ha dado paso al miedo a los mercados. Y estamos acojonados.

No me creo la crisis, que es lo mismo que decir ahora mismo que no creo en la Providencia. Siempre pensaré que la coyuntura económica es tan reversible como la pura voluntad de querer mejorarla. El problema, tan simple que hasta Occam podría haber aplicado su navaja para explicarlo, es que quienes más han acumulado prefieren seguir manteniendo sus prebendas durante el máximo tiempo posible. Y así seguirá siendo, porque estamos avocados a una lenta decadencia interesada del común para enriquecimiento del singular. Del multimillonario.

El otro día debatía con una amiga sobre el hambre en el tercer mundo y su conveniencia para el primero. ¿Acaso en Zambia o Botswana no viven en una continua crisis? No es una crisis, sino un perpetuo desamparo. No interesa, claro, en los dos sentidos del verbo: ni a los medios les supone una información tan relevante como para darle la misma publicidad que se le da al marco económico en el que (supuestamente) nos movemos; ni tampoco a los que controlan la situación en el mundo civilizado, quienes prefieren el retraso, la hambruna y el desorden para imponer su orden. Lo peor, acaso, es que tampoco nos interesa a nosotros para seguir cebándonos en nuestra opulencia derrochadora.

Por eso, ¿qué crisis? ¿dónde está la crisis? Crisis las de otras épocas, cuando una plaga de filoxera, un granizo o la peste bubónica mermaban la población o la obligaban a emigrar. Eran crisis, precisamente, por lo irremediable. Por el puro pánico a lo desconocido y por el terror ante una posible falta de recursos.

Pero...¿ahora? Sobran los recursos, abundan los cerebros y estamos lanzando misiones a marte. El ser humano ha alcanzado un estado de evolución casi divino en el que únicamente nuestros propios escrúpulos nos impiden reproducirnos por esporas.

Esto que ahora llaman crisis no es sino una revolución francesa a la inversa. Un palo continuado a la clase media. A los pequeños burgueses que se zafaron del opresivo viejo régimen a base de cortar cabezas y que ahora ven peligrar su vida en la inopia y su comodidad en forma de otro tipo de (re)cortes. La ventaja que tienen los que siguen acumulando capital, esa pequeña cúpula de omnímodo poder que llaman eufemísticamente “los mercados”, es que esa burguesía vota moderadamente. Son los rancios simpatizamentes de PSOE y PP los que ahora -aletargados en su hastío familiar- no saben cómo actuar.

Los pobres, los desheredados de la tierra, sí que lo saben: optan por -en un arrebato romántico- asaltar supermercados y repartir viandas entre los pobres. Como si fuera a solucionar algo. Como si fuera a solucionarlo todo.

Kiev

Kiev es ocre y dorada. Grande como Yaroslav, su más célebre mandatario y de quien conservan como reliquia nacional su cráneo. Imperial por su condición de capital de todas las Rusias sin ni siquiera querer formar parte de Rusia. No le hace falta. Kiev se está desperezando después de muchos años sojuzgada. Tras hambrunas soviéticas forzadas por el cabrón de Stalin a pesar de que incluso el amarillo de su bandera refleja la abundancia de trigo en el país; superando Chernobyl, que está a cien kiómetros y nada más que a 26 años de distancia (en Pripiat y alrededores de la central nadie podrá vivir durante los próximos diez milenios más o menos); dando a luz una democracia forjada realmente en la revolución naranja de 2004 y en detenciones como la de -actualmente- una de las líderes de la oposición, Yulia Timoshenko y por quien todavía protestan en las calles.

Su monasterio de Pecharska-Lavra, se quejan, está perdiendo su hermetismo, pero el esplendor del barroco de sus edificaciones y campanas sigue contrastando, ex profeso, con la oscuridad profunda de las originales cuevas de los ermitaños únicamente iluminadas por velas en las que moran los restos de los popes fallecidos. Uno deja algo de su alma dentro mientras intuye entre tinieblas una devoción que no entiende de edades y se siente un extraño, crea o no en su Dios.

Las iglesias de Santa Sofía y de San Miguel se miran frente a frente con la estatua de Bogdan Khmelnitsky de por medio. Un héroe nacional al que el Zar de turno quiso esculpir pisoteando a un judío, un jesuíta, un polaco y un tártaro, pero al final se quedó sin fondos y el artista, un tal Mihail Mikeshin, debió conformarse con que las pezuñas del caballo del general pisaran simples bloques de piedra.

En Kiev la gente se conduce silenciosa por las infinitas y veloces escaleras del metro hacia sus trabajos desde Lukianska y alrededores. Nadie habla de más. Caminan callados, pero miran con curiosidad incipiente al extraño. Con una mezcla de inquietud y morbo escrutan los detalles aparentemente más insignificantes. Tal vez sea porque han de ahorrar once meses para apenas poder escaparse una semana al Mar Negro o a Turquía mientras, sistemáticamente, las embajadas italiana o británica les deniegan sus visados (la española, cuentan, es mucho más humana).

Comen borsh, una sopa muy especiada, vareniki, una especie de ravioles con contenido salado o dulce según y sálo, que es el tocino de unos cerdos desproporcionados, símbolo gastronómico del país -al igual que aquí- para diferenciarse de los musulmanes. El pollo a la Kiev es algo meramente turístico.

Ellos son pragmáticos y rudos. Ejemplo: Vladimir Sviatoslavovich, el primer líder ucraniano (siglo X) que decidió abandonar el paganismo, recibió varias embajadas de todas las religiones. Rechazó a los judíos porque entendió que estaban dispersos por sus pecados, a los musulmanes (a pesar de que le complacía lo de la poligamia al tener 800 concubinas) por su prohibición de beber alcohol (les dijo: “En Rus beber es placer, no podemos existir sin ello”) y decidió hacer a su nación ortodoxa por el oro que vio en Constantinopla.

Ellas, inmortales y bellísimas ángeles ortodoxos, pasean con garbo sobre plataformas imposibles sus esculpidos cuerpos por Podol, junto a San Andrés o en pubs-paraísos como el Arena. Alardean, una vez que rompen sus iniciales pudores, de sus sacrificios en el gimnasio, de las grivnas (paradoja: el nombre de su moneda, la grivna, significa cuello) invertidas en bálsamos para no perder su eterna juventud. Y no cenan. Nunca. O casi nunca. Eso dicen y eso hacen. A veces -las menos- sonríen discretamente tensando los músculos justos y permiten, como descorriendo una cortina divina, que uno vea reflejados sus más limpios o sucios instintos (según se mire) en su marfil. Alguna me dijo sentir envidia del cutis de las españolas. Y de su tono de piel.

Kiev merece una visita. Por su orgullo, por sus reminiscencias, por su encanto y hasta por la distancia. He dicho que merece una, pero yo haré otra más si el destino me lo permite. Al menos.

Podemos

(Carta dirigida a los futbolistas del Córdoba C.F. antes del partido del domingo 10 de junio ante el Real Valladolid)

Podemos. Porque camináis entre la historia y la leyenda con paso firme. Porque habéis permitido al cordobesismo exhibir sus colores sin vergüenza, sin pudor, sin complejos. Porque habéis llenado de almas chillonas y enfrebrecidas las gradas de un estadio que ha olvidado sus miedos de la mejor de las maneras, diviertiéndose con vuestro juego, dejando que los noventa minutos se pasen como en un feliz segundo. Porque habéis dejado vuestra impronta en golazos y en instantes que ya son retratos indelebles en la memoria de este club.

Podemos. Porque habéis eliminado al Betis en una eliminatoria memorable, y habéis arrinconado al Espanyol. Y los dos eran de Primera. Y los dos sufrieron en su campo. Como sufrirá el Valladolid. Porque en Riazor, allá donde nadie ha jugado esta temporada, lo hicisteis como los ángeles. Tanto que sus propios hinchas os pedían otra visita. En Primera.

Podemos. Porque lo que para otros es necesidad imperiosa para vosotros es la guinda a un goloso pastel. Un epílogo inesperado que os hará de oro. Que os hará merecedores a todos de una estatua al lado de El Arcángel que vela vuestro hogar. Que romperá la historia reciente de un club que, hasta que llegó esta inolvidable temporada, parecía muy alejado de la gloria.

Podemos. Por vuestra valentía. Por la de vuestro técnico. Por la del resto de la tropa que ha dado la cara en toda España. Que ha hecho que el fútbol profesional os tema y os admire. Y que los periodistas de la península se frotaran los ojos cuando os daba por tocar con tino la pelota.

Podemos. Porque habéis mejorado, con vuestra forma de honrar el balón, la Segunda división. Porque sois los mejores. Porque, seguro, vais a hacer llorar de alegría el 16 de junio a toda una ciudad en Las Tendillas.

 

Sentir. Punto y aparte.

(ARTÍCULO PUBLICADO EN EL PERIÓDICO OFICIAL CCFP DEL CÓRDOBA C.F. PARA EL ENCUENTRO CÓRDOBA-REAL MURCIA DEL 27 DE MAYO)

"Sentir que aún queda tiempo, para intentarlo, para cambiar mi destino”. Eso canta Luz Casal en una de sus más profundas canciones, “Sentir”. Luz brilla con su tono triste y sensual. Enciende desde el corazón. Conmueve.

Hoy el Córdoba termina la temporada. Hoy el Córdoba empieza la temporada. Nos hará, una noche más, sentir. Nos hará llorar de placer. Estremecernos de suspense. Nos llenará de casis que nos harán imprecar al destino y, finalmente, hará que nos rompamos la garganta con sus goles.

Hoy nos pondremos una vez más los pelos de punta escuchando el himno. Viendo cómo, incomprensiblemente mecidas por un viento inexistente en el tórrido mayo cordobés, las bufandas se agitan frenéticas movidas por el corazón. Y los papelillos volarán. Y los globos deambularán. Y el cielo rugirá. Y también el infierno reclamando nuestra ausencia, enfadado por tanto desprecio.

Hoy sentiremos. Sí, porque el fútbol -nuestro fútbol, el de Paco Jémez, no el de otros- es para sentirlo. Para amarlo. Para quererlo y para desearlo. Para soñarlo y para anhelarlo cada día de la semana que no lo vemos.

“Y tú, que vives tan ajeno, nunca ves más allá de un duro y largo invierno”, canta Luz, como contraposición, en esa canción. Porque los hay, todavía, quienes estando aquí viven allá. Quienes teniendo a mano el Maná prefieren ser pesimistas. Son muchos. Son legión no irreductible que acabará derrotada por la evidencia. En Las Tendillas. Ebrios, como los nuestros. Como vosotros.

“Abre la puerta, no digas nada”, termina Luz su canción. Hoy jugaremos por antepenúltima vez esta temporada. Estoy seguro. Hoy no será nada más que un precioso punto y seguido.

 

Ceguera excepcional (para el CCF)

Lo que voy a escribir contraviene parte de mis convicciones como profesional, por eso os pido que lo consideréis como un estado de excepción, porque de hacer una excepción se trata: Cordobesistas, cegáos por dos semanas. Viváis o no de escribir de fútbol, seáis profesionales de la pluma o del micrófono, seáis asiduos de El Arcángel u ocasionales inquilinos en los días de rebaja... Ahora todo da igual, en este tiempo no caben medias tintas. Los penaltis a favor que lo parecen, lo son. Los penaltis en contra dudosos, siempre piscinazos. Los arbitrajes son benditos si nos benefician y malditos si nos perjudican. Portáos como incondicionales.

No explotéis vuestra crítica, guardadla para mejor momento. Obviad vuestro “yalodijismo” y vuestro propio afán de demostrar conocimientos futbolísticos (todos llevamos un técnico y un presidente de gobierno dentro). Entre otras cosas porque esta petición no llega después de un año malo o mediocre, sino tras uno que únicamente puede ser catalogado de notable o sobresaliente.

Seamos maquiavélicos por unos días. Olvidemos nuestra condición analítica-pesimista-senequista que, como cordobeses, nos invita a minimizar el mérito y maximizar el daño propio. Todo sea por un Bien Supremo, por ese Bien Supremo tan lejano al pintado por Kant y tan cercano al que nos promete la Primera División.

En este tiempo decisivo los compañeros de carrera van a utilizar todas sus armas y la que mejor podemos emplear nosotros -pobres al lado de algunos de sus presupuestos- es nuestra unidad. El Arcángel tiene dos partidos para demostrar su valía, su hambre, sus ganas y sus deseos. Podrían bastar con esos seis puntos que dependen, en buena medida, de nuestro aliento para entrar en la lucha por subir. Si no, aún podríamos ganar en Vigo si lo requerimos. Aunque tengamos que chafarle el ascenso al Celta. ¿Que no es posible? ¿Pensábais que era posible estar en esta situación antes de empezar la temporada?

La sonrisa de un niño

(ARTÍCULO PUBLICADO EN EL PERIÓDICO OFICIAL DEL CÓRDOBA, CCFP, PARA EL ENCUENTRO CÓRDOBA-NÀSTIC DEL 11 DE MAYO) 

El otro día estuvo en CCFR el coach Pepe Cabello. Su trabajo, para los profanos en la materia y aunque a él no le guste que lo resuman así, consiste en motivar a los profesionales para que se vean capacitados para llevar a cabo una tarea. Puede ser para que los futbolistas de élite marquen goles o para que usted -fontanero, abogado o sexador de pollos- realice su labor con una sonrisa en el rostro y buen tino.

Bien, pues contó Cabello que había un jugador de baloncesto -no quiso decir el nombre- que siempre se motivaba del mismo modo antes de cada partido de competición. Una vez que se había vestido ya de corto, buscaba con la mirada la del espectador más joven que hubiese en las gradas. Entonces, se concentraba en esos ojos inocentes y los hacía suyos. Esa ingenuidad le cargaba de energía antes de competir. Él anotaba por ese niño. Él llegó a ser un grande aupado en el latido de unas pupilas limpias de maldad.

Háganlo. Ahora que estamos todos un poquito desesperanzados, que vemos tan cerca y tan lejos ese ascenso que -en realidad- está a la misma distancia que la semana pasada... ahora que, en suma, nos cuesta creer... ahora, digo, es el momento de mirar en nuestro propio espejo y escrutar nuestros ojos de niños. Los mismos que nos hicieron enamorarnos de estos colores. Los mismos que, en mi caso y en el de muchos de ustedes, nunca los han visto en Primera. Y que por nuestros ojos o por los de los hijos que tendremos (o que tengan) creamos con más fuerza en que el sueño es posible. Que sean esos ojos dilatados e ilusionados los que hoy iluminen el camino.

Dejó escrito el novelista austriaco del XIX Rilke: “He rezado por mi niñez, y ha vuelto a mí, y siento que sigue siendo tan pesada como antes, y que no ha servido de nada hacerme mayor”. Sean niños hoy. Y no dejen de joder con la pelotita. Nunca.

La cosa real

No creo que la familia real sea de peor ralea ahora que en 1986 o en 2000. Dudo mucho que las andanzas de Su Majestad en África, los coqueteos de Marichalar o Urdangarín con la ilegalidad, los divorcios escandalosos, los pijos prepotentes y demás cortesanos repelentes que los lisonjean sean un producto de esta década ni de estos tiempos.

Los Borbones -originarios de un pequeño pueblecito francés- siempre apostaron por el pragmatismo desde el primero de sus parientes que reinó. Enrique IV fue aquel que, cediendo a las pretensiones de Felipe II, dejó el calvinismo para pasar al catolicismo. “París bien vale una misa”, dijo. Únicamente así, y con el permiso de España, lograron los Borbones llegar a ser reyes en Francia. Recordando aquello, no asusta pensar las múltiples componendas que han debido hacer para seguir ocupando (cuatrocientos y pico años después) el trono español que arrebataron a los Austrias.

Por eso, dentro de esa carambola que les devolvió el poder tras la huida del medroso Alfonso XIII en 1931 (se marchó después de ganar -pírricamente, pero ganar- unas elecciones que tampoco eran un referendum sobre su continuidad) tenían un cuidadoso plan de limpieza de imagen orquestado y bien planificado.

Durante mucho tiempo nadie recordó que Borbones fueron Carlos IV y Fernando VII. Acaso los reyes más tontos y malos -no necesariamente por ese orden- que hayan mandado en España. Otra frase para el recuerdo de un Borbón (el felón Fernando): “Marchemos francamente todos juntos y yo el primero, por la senda constitucional”. Al poco ordenó que los Cien Mil Hijos de San Luis (que no eran tantos) se merendasen el gobierno vigente para que él gobernara (en connivencia con el rancio clero) con su despotismo que le caracterizaba.

Pero llegó Juan Carlos (que iba a ser el breve) al poder de la mano de Franco y, como nos dio lo que nos dio, nadie reparó en que vino de donde vino. Por eso y porque, durante décadas, los periodistas glosaban con regodeo su campechanía. Que alguien me diga qué tiene de campechano el navegar en yates, cazar elefantes (lo hacía también su padre Juan, que fue hijo y padre de Rey, pero no reinó, un caso único) o conducir motos de alta cilindrada para visitar amantes-vedettes.

La prensa rosa (y la blanca) tapaba chismes bien fundados por fidelidad a la corona. Como si el simple hecho de cuestionar la figura del monarca fuese delito de lesa majestad. Incluso llegaron a secuestrar una revista de humor (El Jueves) por una portada soez, sí, pero que no hubiera sido raptada si en lugar de caricaturizar a los príncipes retratara por ejemplo al presidente de Gobierno (democráticamente elegido).

Ahora no sé si por una conjura mediática o porque nos estamos hartando el pueblo está abriendo ligeramente los ojos. En las peluquerías, como si hubiésemos retornado dos siglos en el tiempo, se habla de la amante del Rey, de las travesuras o barbaridades del infante (tiene huevos que eleven al grado de normal que un niño se pegue un tiro con una escopeta) y de la sinvergonzonería del golfo del balonmanista.

España, país rancio y monárquico, inquisitorial y servil, se empieza a plantear al menos si merece decidir quién ha de ser su soberano. No se trata de ser republicano o monárquico. La cosa va de poder votar si queremos o no esta forma de gobierno. Mientras no salga de las urnas, por muchos 23-F, Juan Carlos siempre será aquel chaval rubio que no consentía que se hablara mal de Franco en su presencia.

La apariencia

Me cuenta una amiga que no quiere ir a una boda. Le pregunto por qué y me explica que la novia, íntima suya, le ha censurado que el vestido se lo comprase en Zara en lugar de en Juana Martín. Es más, requiere supervisar personalmente los zapatos a juego. Le pregunto el por qué de tal actitud (es algo que se me escapa) y la respuesta vuelve al comienzo de la conversación: “¿Ves? Por eso no quiero ir a la boda”.

Los enlaces matrimonales son nada más que la ola más evidente del mar de apariencias en el que vivimos. Una boda reúne todos los elementos que marcan nuestro carácter como seres humanos. Es decir, como indeseables. El primero, la hipocresía. La ceremonia, generalmente religiosa sin fe, se convierte en un mero formulismo rodeado de gasas y tules. Los congregados, con la mente puesta en el atracón posterior, repiten salmodias mientras ellas censuran a cualquiera que brilla más que la contrayente (ellos,a esas mismas, las alaban y luego en el servicio del convite las recordarán).

Una vez lanzado el arroz posan para los fotógrafos presentes familias que pueden o no detestarse unidas por el azar, la casualidad o un bombo. Se juntan conocidos y desconocidos atados por la obligación o por un grado mayor o menor de parentesco. Todos sonríen, aunque pocos desean hacerlo.

Llega la hora de comer y beber y aparece otro mal endémico: la gula. Como si no hubiera un mañana, los invitados se arriman a la mesa más caliente para compensar su dispendio económico. Es una proporción inversa: los que menos apoquinan son los que más jalan. Algunas ensucian sus vestidos carísimos de manchas de grasa. Otros apuran sus copas de vino hasta arriba mientras sonríen con la boca llena de frituras variadas. La cornucopia rebosante. El exceso. Almax llamando a la puerta del paraíso.

Ya hartos de comer, llega la hora de comer. Antes siempre cóctel de gambas, ahora inevitablemente alguna crema semideconstruída (medio tributo a los nuevos genios de la nouvelle cuisine). Tres o cuatro platos después -por fin- parece que se llegará a la barra libre, pero nunca es así. Se ha puesto de moda ostentar años de felicidad en común. En un desfile -siempre cursi, siempre prescindible, siempre kitsch- de imágenes se expone la vida en común de los amantes de Teruel de turno. Todas parecen tiznadas de rosa y púrpura. Desprenden cierta nostalgia del pasado de libertad que dejan. No hay nada de romántico y sí mucho de despedida de soltero/a en cada diapositiva. No son fotos, sino lágrimas que van a dar al mar que es el morir (el casarse).

Deprimidos y cansados, el beber cubalibres o gintonics y fumar puros se convierte en una necesidad de primer orden. Los rijosos ven frustradas (vemos frustradas) siempre sus lascivas intenciones al comprobar que la mayoría de las mujeres presentes van emparejadas o, simplemente, han sido enternecidas hasta el tuétano por el espectáculo previo y prefieren a un padre antes que a un amante (en las bodas la familia se impone al coito, siempre).

Así comienza el desfile lento e inexorable hacia el final de la apariencia. Las mejillas ruborizadas, el sudor empapando axilas y bajos. Baco juntando en desiguales grupos intergeneracionales a personas que por naturaleza se repugnarían. Todo armonizado por música siempre mala. Nunca hay tiempo para irse a otro lugar. Nunca hay tiempo para disfrutar la noche. Sólo para aborrecer un acto en el que, al final, casi todos caemos. Así es, volviendo al título de esta reflexión, nuestra condición humana: pura apariencia.

Yo estuve allí

(ARTÍCULO PUBLICADO EN CCFP -PERIÓDICO OFICIAL DEL CÓRDOBA C.F.-CON MOTIVO DEL CINCUENTENARIO DEL ASCENSO DEL 1 DE ABRIL DE 1962)

Yo estaba allí. Recuerdo perfectamente aquel primer día de abril del 62 como si fuera hoy. Mi padre me había invitado a los toros, que era la feria de Sevilla, pero le dije que ni chalado me iba a perder el ascenso de mi Córdoba. Había hecho a medias con mi compinche “El Pesquis” una pancarta con una sábana que afané en un patio de vecinos . Ponía: “Primera División por fin”. No era muy grande, pero sujetada por el palo de una escoba partida por la mitad quedaba muy aparente.

Nos montamos en el coche del padre de mi compinche (a mi madre le molestó mucho porque era una cobardica y prefería que me hubiera ido en el tren que salía a las cinco y cuarto de la mañana, pero yo odiaba madrugar) y nos pusimos morados con el fino que nos regalaron a mitad de caminos los de Bodegas Campos, que habían puesto un barril en el arcén de la carretera.

Las seis horas que tardamos se nos pasaron voladas conforme el efecto del alcohol se subía a nuestras cabezas. “El Pesquis”, su padre y yo nos quedamos pasmados cuando vimos la cantidad de camaradas que había en las gradas. El paisanaje de Huelva no se atrevía a mirarnos ni siquiera, aunque luego los ánimos se fueran calentando conforme vieron como fieras a los nuestros de blanco inmaculado y pantalón verde esperanza y fueron llegando los goles.

¡Y qué goles! ¡Qué derroche¡ Teníamos que empatar por lo menos para que no nos pasara el Málaga y nos sobró tiempo. Miralles coló tres y Homar el otro. Ni tiempo de tomar las pipas y los altramuces que llevábamos tuvimos. Cuando nos dimos cuenta, estábamos en mitad del campo llevando a hombros a Roque Olsen. Camino de los vestuarios vi abrazarse al presidente Salinas con el gobernador Mateu de Ros. Vi llorar a Benegas y saltar casi desnudado por la multitud a Juanín.

No tuvimos tiempo para dormir. Nos quedamos dando vueltas por las tabernas de Huelva en busca de compañía femenina, pero sabíamos que no debíamos demorarnos mucho porque en Córdoba se estaba liando monumental. Y al día siguiente, en la vuelta, no tuvimos ni que esperar a llegar al Meliá. Hasta La Carlota llegaban las colas de tartanas, vespinos, simcas, Fiats 126 y seíllas. En Vallellano había una pancarta que rezaba: “Córdoba saluda y felicita a su equipo”.

Cuando pudimos dejar nuestro coche a buen resguardo nos fuimos corriendo hacia la calle Calvo Sotelo. Allí, delante del Ayuntamiento, no cabía ni un alma. El alcalde Cruz Conde fue compartiendo impresiones con los protagonistas mientras una banda de música tocaba marchas deportivas que todos seguíamos divertidos.

Muchas horas después, embriagado de felicidad y de morapio, regresaba a casa donde mi madre -a la que se le había pasado el cabreo cuando comprobó la que se había liado en la ciudad- me había preparado un caldo caliente. Nunca olvidaré lo que me dijo: “Ea, ya estaréis contentos, ya tenéis a vuestro Córdoba en Primera, ¿no?”

 

P.S: Nunca estuve en Huelva en el 62. Todos los cordobesistas estuvimos en Huelva en el 62.

 

La felicidad

Buscamos con denuedo la felicidad. Y vivimos en la perpetua esperanza de encontrarla . Pero si la esperanza es esa cosa con plumas para Emily Dickinson (Woody Allen prefiere pensar en su “Sin Plumas” que esa cosa con plumas era su sobrino al que debía llevar a un especialista en Zürich), la felicidad debe ser algo tan etéreo e inalcanzable que tal vez haya que buscarla en cosas más cotidianas.

Vivimos en perpetuo agobio por su culpa. Se puede decir, de hecho, que la felicidad es la causa de todas las infelicidades. Emile Cioran -alguien que parece imposible que no se suicidara a tenor de sus escritos- concluye que lo que se sabe mata lo que se desea. Por eso, como no sabemos cómo llegar a ser felices es por lo que siempre buscamos llegar a serlo por todos los medios.

La felicidad nos resulta aquella amante perfecta que todos imaginamos cuando copulamos con otras. Es esa novia invisible. Aquella a la que nunca se besó ni se besará. Es la constante sensación de finitud que percibimos los pesimistas cuando estamos pasando un gran día. Esa puesta de sol en la playa, que al mismo tiempo nos seduce por su esplendor mientras nos conduce a la melancolía porque supone el final de la jornada.

No podemos conocer los días en los que realmente somos felices, porque nunca lo somos en plenitud. Por naturaleza, siempre albergamos en nuestro interior la esperanza (con o sin plumas) de llegar a ser a un estado aún más pleno. Abderramán III intentó contar los días en los que fue feliz durante sus setenta años de vida. A él le salieron catorce (y supongo que porque no tendría que pagar hipoteca ni las madrazas de sus veintisiete vástagos).

En cualquier caso, considero que cualquier camino es lícito para buscar esa codiciada sensación. Bien sea como Lou Reed caminando por el lado salvaje para llegar al día perfecto, bien como Santa Teresa de Jesús con sus extáticos momentos de oración. Que cada cual tenga suerte en su búsqueda. Mientras tanto, viva el prozac y viva el vino.

Y a todo esto, una buena noticia (creo):

http://www.elmundo.es/elmundo/2012/03/20/espana/1332241522.html

No somos

Lo he leído en el libro 13,99 euros de Fredéric Beigbeder: “el hombre moderno busca estar en un lugar en el que no se encuentra”. Constantemente nos evadimos del momento y de las circunstancias en las que tenemos que vivir.

No me refiero aquí al vuelo que generan las sustancias estupefacientes, tan antiguas como el propio ser humano y eternas compañeras en nuestro inevitable viaje hacia la muerte a lo largo de miles de generaciones.

Hablo más bien de nuestro cotidiano quehacer. Nos aterroriza tanto aburrirnos que buscamos entretenimientos ruidosos, coloristas o ambas cosas. Encendemos el televisor o nuestro equipo de música como si sin él no se entendiera nuestro sillón. El hogar no es tal si alguien o algo no nos está insinuando cualquier trivialidad a través de un altavoz.

En nuestros momentos de soledad y aislamiento, nos conectamos a través de internet a otras almas solitarias. Hablamos con nuestros amigos, novias o amantes a través de una pantalla y hasta hay quien copula intelectualmente en una suerte de moderno sexo tántrico.

El otro ya no se ha convertido en una opción sino en una referencia. Twitter, facebook... publicamos nuestra vida con alegría esperando -siempre- una aprobación. Todo con tal de ser a base de no ser. Con tal de entretenernos desnudamos nuestra alma. Nos sinceramos. Nos pedimos voluntarios para agolparnos en una informe masa como japoneses en el metro en hora punta.

Usamos el móvil como salvavidas. Sin él, no valdría la pena el oxígeno que respiramos. El humano ya no es un ser social, sino supersocial. No le basta con reconocerse en la mirada del otro, necesita saberse una referencia para el amigo y para el enemigo.

No podemos aburrirnos. No podemos ser. No somos. Beigbeder entiende como conclusión que la diversión ha sustituido a Dios. Me atrevo a matizar que Dios para muchos y en estos tiempos, son los otros.

Dejo de filosofar. Voy a hacer público este texto. Voy a ser.

Ser andaluz

Mañana se celebra el día de Andalucía. Ser andaluz en estos momentos es un reto difícil de asumir para la mayoría que lo son. No supone una prueba de entereza moral ni un desafío mortal (nadie recuerda -desgraciadamente- a José Manuel García Caparrós, el manifestante asesinado por la policía en Málaga en el 77 por demandar la autonomía).

También estamos lejos del folklorismo de otras latitudes de este Estado en las que cada baile o festejo se convierte en un alegato independentista. Aquí no celebramos para disgregar sino por el puro placer de burlar a la muerte mientras se pueda vivir.

Entonces, y en ese contexto, ¿qué significa ser andaluz en 2012? Para mí, implica superar viejos complejos y mirar orgullosos nuestro común pasado. Tratar de buscar lo que nos puede unir más allá de nuestras seculares diferencias el occidente y el oriente de nuestra Tartessos.

Supone, igualmente, fomentar la educación para que salgamos de una vez del recurso del PER, el bocadillo mitinero, el Cristiano Ronaldo o Messi de turno y las risas carpetovetónicas de mujeres menopaúsicas en el programa de Juan y Medio (o Imedio, no sé cómo es).

Ser andaluz debería ser reivindicar las bondades de nuestra nación allá donde se vaya. Sin escatimar una sonrisa cuando piden un chiste, pero apostillando que en nuestra tierra se ríe, pero se trabaja. Se sufre como en todas partes por conseguir lo que se quiere porque, de hecho, tan difícil lo hemos tenido siempre que hemos debido buscarnos las habichuelas en climas y ambientes sumamente hostiles, enriqueciendo -de paso- a otros que ahora nos desprecian.

Ser andaluz, creo, es una tarea que se presta a tanta manipulación política como cualquier sentimiento añejo y potencialmente poderoso. Pero por encima de la humareda política y el barro oscuro que arrastra, entiendo que lo mejor que puede hacer cualquier andaluz para festejar el 28-F debería ser sentirse plenamente orgulloso de pertenecer a la región más privilegiada de la Tierra. Y quien os escribe ha viajado mucho para poder considerarla como tal. Feliz día de Andalucía a todos.

 

San Valentín

(colaboración para el blog amigo: encordobes.blogspot.com )

No se sabe a ciencia cierta cómo murió San Valentín para los católicos. Si exitió fue martirizado, eso seguro, pero se desconoce si era un médico o un sacerdote. Únicamente si fuera lo segundo tendría sentido que se le invocara cada 14 de febrero para celebrar el amor, porque habría perdido la cabeza (literalmente) por casar clandestinamente a los primeros cristianos en la Roma de las persecuciones.

De cualquier modo, lo que está claro es que San Valentín no es sino una evolución del dios romano Cupido y éste del griego Eros. Una deformación que se entiende teniendo en cuenta la ñoñería con la que el purismo conservador cristiano ha maltratado el amor sexual para hacerlo pecaminoso e irreconocible.

Esta festividad comercialmente dura muchísimo más que el día del Padre y de la Madre (mucho más pingües serán sus beneficios para los grandes almacenes). Tiñe durante un par de semanas de colores rosa y rojo las calles y los comercios; los restaurantes y hasta el vestuario de los incautos que siguen presumiendo de lo colorado de su sangre y su pasión.

Todo el mundo habla durante este periodo de apareamiento de los pájaros (es otro motivo por el cual se puede festejar este día catorce) del amor sin tener muy claro de qué se trata. Porque amor es tanto el de un vástago para con su padre como el de- incluso y en determinados momentos- el de una prostituta hacia un cliente.

Nadie aclara si en esa noche de cenas y velas se ensalza el cariño o el deseo. La pasión o la ternura. La cama o la cuna. Si primase lo erótico -parece lo más normal- la cursilería y el rococó sobran. Si, por el contrario, fuese la versión más pura la triunfadora lo que sobrarían serían los anuncios de preservativos y de champán.

Podrida está la sociedad que no conoce verdaderamente si desea querer o poseer. Si en un día concreto anhela abrazar o copular.

Más que nada porque luego llega la hora de la verdad y nadie sabe muy bien lo que es o lo que debe ser en el juego de la pareja. Y llegan las frustraciones. Feliz San Valentín a quien lo desee vivir en plenitud.

El sueño

(ARTÍCULO PUBLICADO EN EL CCFP -PERIÓDICO OFICIAL DEL CÓRDOBA C.F.- 108 CORRESPONDIENTE AL ENCUENTRO CÓRDOBA-VALLADOLID DEL 11 DE FEBRERO)

Un día tuve un sueño. Me veía a mi mismo en la parte delantera de un autocar, vestido con los colores de mi equipo favorito. Contemplaba durante el rodar del vehículo a unos centenares de camaradas enarbolando banderas y bufandas a nuestro paso. Besando el escudo que yo también consideraba como mío. Con entusiasmo. Con los ojos encendidos en un fuego de ilusión que nunca antes habían sentido. Con orgullo.

Miré con curiosidad creciente un ejemplar de un periódico deportivo mientras nos acercábamos a un estadio. Los nuestros eran, según el redactor, candidatos al ascenso a la máxima división, jugaban de una forma espectacular y el choque era catalogado como el más atractivo de la jornada. En el sueño, me llevaba las manos a la cabeza pensando en que no hacía mucho esos mismos, los nuestros, parecían condenados a vivir en una infinita lucha por no caer a la tercera categoría. Comprendí entonces el entusiasmo de los de fuera. Comprendí su locura.

Recuerdo que, encima, durante mi episodio onírico yo formaba parte de esa expedición. En ese mismo autocar en el que viajaba lo hacían el cuerpo técnico y la plantilla que defendían mis mismos intereses. Que yo entraba en su vestuario. Que compartía con ellos viajes. Que tenía la inmensa suerte de sentirme plenamente partícipe de sus glorias y de sus fracasos. En primera persona. Un privilegiado.

Mi subconsciente me trasladaba de repente también delante de un micrófono. Contaba los partidos de los nuestros a un grupo de seguidores que querían reír y llorar conmigo. Que apelaban a mis ojos y mi garganta para transmitirles -con mayor o peor fortuna- lo que estaba haciendo su equipo.Para alegrarles o entristecerles un poco el fin de semana.

Entonces desperté únicamente para comprobar que a veces los sueños se cumplen. Su sueño y el mío está claro: ganar hoy, ganar siempre, jugar un play-off y subir de una puñetera vez. Si les sirve de algo mi experiencia personal, les puedo decir que los sueños se pueden cumplir. ¿Por qué narices no se va a cumplir uno que merecemos tanto.

El Mirandés y la luna

“La luna era una metáfora de lo inalcanzable”, escribió Carl Sagan una vez que el satélite ya había sido conquistado. El Mirandés, de tercera categoría, ha bailado al son de la luna en el lugar más sagrado del fútbol español. Ha jugado con honor por llegar a la final de la Copa del Rey. Ha competido obviando millones de impedimentos (de euros). Y ha vencido, aunque haya perdido.

Periodistas de toda España se han rendido y se rendirán a sus pies. Han glosado, glosan y glosarán con palabras mayúsculas la gesta de un puñado de semiprofesionales. Retratarán a Pablo Infante, el calvo de visión de juego privilegiado que trabaja en la banca. Describirán con todo detalle el añejo feudo de Anduva, tirando de todos los tópicos que abundan en el fútbol.

Hoy. Mañana. Con suerte durante un par de semanas.

Luego, todo volverá a ser el Madrid y el Barcelona.

Pero aún cabe un espacio para la esperanza. Todos los que amamos a equipos modestos, los que propugnamos la pasión innata por el sufrimiento, por la emoción de empatarle a un rival superior o de salvarse en un descuento... todos los que, en suma, preferimos optar por el camino más complicado en este deporte sabemos que el Mirandés le ha dado pastillas de ilusión a miles de personas. A millones.

Cuando la pelota circulaba con fluidez de una bota a otra en posesión de los jugadores burgaleses muchos ignorantes descoyuntaban sus mandíbulas, incrédulos, como diciendo: “Si saben jugar al fútbol...”. Otros, orgullosos, les mirábamos sintiéndonos suyos y considerándolos nuestros. 

Puede que el Mirandés no haya hecho que cambie España. Desde luego España ha hecho que cambie el Mirandés. De cualquier modo, la gesta de aquel equipo modesto que tocó la luna una noche de febrero no podrá ser comparada en el recuerdo por ninguno de sus seguidores en San Mamés con nada en el mundo. Ni una Champions, ni una Uefa, ni un Mundial...

Las gestas de los modestos, por raras, son mucho más intensas. Por eso recomiendo salir de los tópicos, porque a la luna es mejor llegar sin estrellas. El camino sabe mejor.